Delia Izabel Hinestroza considera el café “el líquido más maravilloso del mundo”. Bebe una media de 10 tazas de café al día, se hidrata el pelo con café y se exfolia la piel con café. “Lo es todo”, confiesa.

Delia es artista y el café también se ha convertido en el pigmento de sus lienzos, en los que retrata a mujeres caficultoras. “Nunca se habla de ellas y son las verdaderas protagonistas del mundo del café”, reinvindica. Su exposición es itinerante y en la actualidad ocupa la cristalera de una clínica maxilofacial en la calle Leyre. 

Delia nació en Maracaibo –Venezuela– y siempre ha estado rodeada de artistas. Su padre era escultor y pintor y durante dos años acogió en su casa a El Curro, un andaluz que dormía en albergues y vendía sus cuadros en el mercado.

“Mi padre era así de generoso”, halaga Delia, que cuando volvía del colegio se encontraba a ambos pintando y esculpiendo. Con siete años, Delia ya “manchaba” lienzos, dibujaba rostros e incluso pintaba los fondos de los encargos de su padre. “Tenía mucha fe en mí”, asegura.

Delia estudió Bellas Artes, fue profesora universitaria durante 16 años y en 2015 se marchó de Venezuela porque “la situación estaba bastante ruda y quería que mi hijo tuviera oportunidades”, reconoce.

Se instaló en Pamplona, pero los inicios fueron complicados: no le homologaron las titulaciones, no pudo ejercer de profesora y, como estaba atravesando un bache económico, dejó de comprar pinturas.

Haces una lista de prioridades y lo primero son las facturas, pero nunca renuncié al arte ni a ser artista”, confiesa. ¿Cómo se pinta sin pinturas? Una mañana, Delia desayunaba frente a un lienzo de dos metros de altura totalmente blanco y, de repente, tiró unas gotas de café.

Dejé que la mancha reposara, la contemplé y me gustó. Seguí derramando café y creé una obra abstracta”, relata.

Delia comenzó a trabajar en su “guarida” –una bohardilla situada en Burlada– con café de especialidad procedente de Etiopía, Colombia, Venezuela, Brasil... “El resto de artistas piensan en mezclas de colores y yo, en los distintos granos”, compara.

Delia pinta con pigmento de café –todas las mañanas se guarda “dos dedos” de la cafetera– y con granos que deja macerando dos semanas. “Los pongo a remojo en agua. La cantidad cambia según el color que quiero conseguir. También varía la intensidad de la luz”, explica.

Cuando el líquido está listo, Delia saca los granos y, a veces, los rompe con un martillo: “Recrea el efecto de una chispa”, indica.

Su forma de pintar tampoco es que sea muy convencional. Delia emplea utensilios comunes como brochas o pinceles, pero también involucra distantes partes de su cuerpo. “Mi cabello mide un metro. Es muy fácil agarrarlo, sumergirlo en el pigmento de café y ¡buah!, lanzarlo contra el lienzo”, describe.

Además de esta brocha de grandes dimensiones, Delia también utiliza las rodillas y los pies. “Camino por el lienzo mientras el café se desliza por mis piernas. Voy dejando un rastro, unas huellas; por eso las obras no están firmadas. Qué más se quiere que la pisada del artista”, reflexiona.

Los vídeos que sube a su perfil de Instagram –@deliaizabelart corroboran estos métodos tan curiosos. Además, aplica trucos –no los desvela– para que la obra no sea efímera y permanezca en el tiempo. 

Homenaje a caficultoras

A través de sus obras, Delia homenajea a las mujeres indígenas –su madre nació en los Andes y tenía raíces indígenas– y visibiliza un oficio invisibilizado: el de las caficultoras. “Los dueños de los cafetales suelen ser hombres, pero detrás del mundo del café hay muchas mujeres que recogen los granos a mano, los seleccionan, los secan, los tuestan... Lo he visto con mis ojos”, señala.

Sin embargo, parte de la sociedad minimiza su papel y relega al género femenino a una simple imagen publicitaria: “Vas al supermercado y en los paquetes observas mujeres bellas que visten prendas hermosas y exóticas”, subraya. Con sus lienzos y performances –pinta en directo y sin avisar en cafeterías–Delia devuelve a las caficultoras al lugar de la historia que les corresponde