Hola personas, todos de puente, ¿todos?, no, algunos trabajamos y…lo hacemos encantados para poder estar un domingo más en vuestras manos.

Este domingo vais a leer un paseo de verdad, un paseo de paseante clásico, de calcetín gordo y zapatilla. Un paseo de esos que nos hace amar a nuestra tierra en particular y a la tierra en general, de esos paseos telúricos, de los que sientes la tierra bajo tus pies. Para ello el jueves a la mañana tomé carretera y manta y, acompañado de dos amigos, Teresa y Gonzalo, me planté en un lugar que reúne un buen catálogo de elementos naturales, y ese lugar, que nunca falla, fue la sierra de Aralar. Dejamos el coche en Iribas para tomar el camino que conduce al nacedero del río Larraun. Empezamos nuestra caminata por una cómoda pista que, sin posibilidad de error, conduce al maravilloso manantial. El día era perfecto, el sol salía a ratos y una chaqueta no estaba de más, después de los calores que hemos pasado esa situación sabía a gloria. El camino al principio va entre tierras diáfanas de ricos pastos y frondosos helechales que permiten ver esas cumbres suaves que forman esta misteriosa sierra por la que anduvo vagando Teodosio de Goñi, arrastrando las gruesas cadenas a las que le hizo acreedor su terrible parricidio. Al fondo las imponentes Malloak, muestra inequívoca del poderío de la naturaleza. Un poco más adelante la vegetación va creciendo, se fue cerrando y nos fue haciendo un túnel sombrío bajo el que desfilábamos con un andar tranquilo y pausado, como saboreándolo y con pocas ganas de que se acabase. Camino arriba encontramos una borda, señal de la civilización pastoril que desde tiempo inmemorial ha poblado estas tierras. La senda poco a poco se va acercando a su fin y ya nos deja ver a nuestra izquierda el río recién nacido, algún ramal te permite bajar a la orilla y ni que decir tiene que en más de uno hemos aceptado su invitación y hemos disfrutado del espectáculo que ofrecen sus cristalinas aguas. Otros tramos muestran el curso inasequible, rodeado de maleza, de rocas, de musgo, de miles de verdes, de pequeñas zonas que, iluminadas por el sol juguetón que se cuela por entre las ramas, ponen luz y claridad en donde solo el brillo del agua iluminaba la escena. Unos pasos más y ante nosotros, alto y pétreo, se abre nuestro objetivo.

Yo esta zona la conocí de muy joven, solíamos venir los amigos a hacer excursiones e, incluso, pasamos alguna noche al abrigo de sus árboles y yo juraría que ha cambiado. Yo recuerdo una gran gruta en la pared, a la que se podía acceder sin dificultad y que albergaba una gran laguna que se escondía oscura y misteriosa en un recodo al fondo de la cueva de cuya boca iba corriendo el agua y formando el nuevo río. Hoy en día esa boca está casi tapada por unas rocas enormes que no sé si las han puesto ahí o se han desprendido de la inmensa pared que sube hasta las alturas, el caso es que ahora para llegar a la boca de la gruta y ver la laguna, que estar está, has de jugarte la vida, o por lo menos una pierna, trepando por entre las rocas que hay antes de su entrada y dicha entrada está clausurada con una reja. El agua, fiel a su curso secular, sigue saliendo por el mismo sitio pero no asoma hasta unos metros más adelante que forma una pequeña cascada obligada por el estrecho paso que las rocas le marcan. El color es algo mágico, ni al más cromático de los pintores se le ocurriría esa suerte de piedras negras en parte cubiertas de vivo y verde musgo y en parte iluminadas por el blanco correr del agua que da vida al entorno. El jueves no era el día ideal, el caudal era corto, lo he visto en épocas de mayor afluencia y el espectáculo no solo se forma con la fina corriente que vimos nosotros, sino que la estampa la completa una gran masa de agua que se represa a los pies del viejo molino del que no quedan más allá de dos paredes testigos mudas del pasado.

Una vez visto lo que generosamente nos enseñó la naturaleza tomamos el camino de vuelta, pero cambiando de senda y tomando la que nos lleva siempre a la vera del río, en esta ocasión el cauce nos quedaba a nuestra derecha y el camino es más fresco y frondoso que el que tomamos a la ida, en una campa un viejo y enorme árbol caído ha tomado cierta forma en su lomo de curva ensillada e invita a que se le monte cual cabalgadura de leña, sus raíces han sido caprichosamente recortadas por el tiempo y ha quedado una suerte de cara de mirada triste que le da vida al gigante caído y refleja su sentir. Seguimos a la vera del río, hasta que la mano del hombre lo hace desaparecer encauzándolo en una especie de sumidero sobre el que puedes caminar y que conduce a una planta potabilizadora. A pocos metros nos llama la atención una pequeña tapia, al acercarnos vemos que es una medida de precaución para que nadie se vaya al fondo de una enorme fosa que acaba en una cueva. Ya lo he dicho al principio, esta tierra lo tiene todo, se trata de la cueva de Lezegalde. En aquellas excursiones que llevamos a cabo en tiempos juveniles alguna vez bajamos hasta abajo, entramos en la cueva y vimos otro mundo. Por fabular pensé que, quizá, aquello fue el refugio de algún primo de Basajaun. Y…quién sabe si no lo sigue siendo.

Seguimos el camino y poco antes de llegar a Iribas, cuando faltaban unos 500 metros, un letrero nos ofreció un atajo que nos plantaba en el pueblo en poco más de 200, no era ni camino ni na, era una trocha de ramas y piedras con bastante pendiente, pero corta, y en un santiamén estábamos arriba.

A una chica que laboreaba su huerta le preguntamos si había una tasca en el pueblo y nos dijo que no que lo más cercano era Baraibar. Como teníamos intención de ir para mercarnos unos ricos quesos de la zona, tomamos el viejo caballo de metal y lo espoleamos camino de la cumbre de Aralar hasta llegar a nuestro cercano destino. Aparcamos frente a la iglesia y nos dirigimos al Baraibar Ostatu donde tomamos mesa en la terraza. Unas ricas cañas y unas deliciosas txistorras nos repusieron fuerzas, y la calma y temperatura del lugar nos aconsejaron permanecer allí de tertulia un buen rato. El comedor estaba lleno, señal de que no lo hacen mal. Acabado nuestro descanso nos dirigimos a la quesería. Todo allí es natural, incluido el timbre que avisa a quien atiende el negocio, el timbre tenía el pelo canela, cuatro patas y un potente ladrido que avisó de nuestra presencia. Nos recibió una señora amabilísima que nos enseñó toda su industria, nos dio a probar su producto y nos vendió a muy buen precio un queso de pastor, fabricado con la leche de las ovejas que ellos mismos pastorean, que no tiene igual en el mundo.

Regresamos al asfalto con la satisfacción de haber dado gusto a los cinco sentidos.

La semana que viene más

Besos pa tos.

Facebook : Patricio Martínez de Udobro

patriciomdu@gmail.com