El 21 de abril cumplirá 68 años. Y tiene ganas de jubilarse. Laura Vicente Pérez regenta desde hace 38 años y busca relevo para la cafetería Lorea, la primera que se abrió en la Rochapea, situada en la calle Ustárroz. Un local que abrieron tres años y medio antes dos trabajadores de Potasas “con la indemnización que les dieron. Después discutieron, la pusieron en venta, la vine a ver, me gustó y la compramos”, dice Laura, que llevó el negocio con su marido Juan Villanueva, “con la desgracia de que murió hace seis años”.

El matrimonio se inició en el mundo de la hostelería y estuvo durante cinco años el bar La Amistad de San Jorge. “Aquello era otra historia. Se jugaba a cartas, teníamos billar... Allí madrugábamos menos y trasnochábamos más. Aquí al revés, aunque en los años buenos de la hostelería también hemos estado hasta las cinco de la mañana. Porque tenemos tragaperras, y si se enganchaba uno no le podías decir ‘me voy’. A las cinco cerrar y a las siete a abrir la puerta”, recuerda.

Cambiaron bar por cafetería y San Jorge por Rochapea “porque allá trabajábamos más que nada a la noche, muchas cartas... ya estaba harta de cartas, quería algo más tranquilo. Pero me vine aquí y trabajaba cuatro veces más”, se ríe.

Natural de San Martín del Pedroso en el municipio de Trabazos, en Zamora, Laura vino con sus padres a Navarra con 11 años “a buscarnos la vida”. Se la buscó en el local de la Rochapea, en cuyos orígenes “todo lo que tengo alrededor era campo. Como cafetería estaba yo sola. Era la única de la Rochapea. Este bloque que está en la misma esquina de la carretera Artica es el último que se hizo en esta zona. Luego se hizo el ambulatorio, todos estos pisos de alrededor...”. 

En sus casi cuatro décadas en el barrio asegura que “hemos trabajado mucho. Tengo gente desde que vine, no solo del barrio, también clientes que vienen desde Arazuri mañana y tarde, o de Ansoáin. Clientes leales. A esa gente le digo yo que son más que familia. Al final, durante tantos años todos los días... pues hablas”.

Una cafetería al que regresan porque “también la atención es mucho. Y si te piden un favor y puedes, lo haces. Aquí he hecho muchos favores que no me los han pagado bien, pero los sigo haciendo”, se ríe de nuevo. “La barra te enseña. Yo he sido una persona que he vivido para la clientela y para el local. Mi vida ha sido esto”, cuenta.

Laura, tras la barra de su cafetería. Iñaki Porto

Doce horas al día

En el local antes vendían pasteles, “luego ya han montado por alrededor, los supermercados también nos han quitado mucho, y vendemos bollería, tortillas, pinchicos de txistorra, de jamón, sándwich, si te piden un bocadillo le preparas... Hacemos lo que podemos”.

Y considera que “desde que prohibieron fumar la hostelería la hundieron, porque echaron a la gente a la calle. Se notó muchísimo. Con la pandemia también sufrimos. Yo pude abrir porque tengo licencia para vender pan, pastelería y tal, pero la gente no salía porque tenía mucho miedo. Ya lo pasamos mal...”, rememora.

Laura trabajó con su hija en la cafetería hasta “haces seis años, que tuvo un nene. Y ahora estoy yo sola. Antes no cerraba a mediodía, ahora cierro un rato y ya puedo hacerlo todo yo sola”. Eso sí, con jornadas de doce horas: “Yo abro para las 7.30 de la mañana y cierro a las 14.30. Después abro a las cinco y estoy hasta las diez de la noche. Pero estoy acostumbrada. Para mí esto es mi casa. Estoy más en la Lorea que en mi casa”.

Se siente “muy contenta” con su trayectoria profesional y su dedicación a la hostelería. “Me ha ido muy bien. He trabajado, pero los resultados han sido buenos. He hecho un trabajo que me ha gustado, la verdad. Para mí no ha sido ningún sacrificio”, asegura.

Agradece “mucho a toda mi clientela, que ha sido fiel hasta día de hoy, por haberme apoyado”. Y dice también que “me da mucha pena dejarla. La tengo anunciada y vienen a preguntar. Pero claro, la gente no sabe trabajar en la hostelería. Si no saben trabajar, ¿yo qué quieres que haga? Entonces te da un poco miedo”, argumenta.

Si finalmente alguien llega y quiere coger las riendas del local, a ella no le importa que siga siendo una cafetería o que conserve o no el nombre: “Si la vendo a mí me da igual, que hagan lo que quieran. A mí que me den los dinericos. Así de claro”. Al mismo tiempo reconoce que le parecería muy bien si el local se convierte en sociedad “porque para sociedad es precioso. Y me gustaría, porque es un local de reunión”, afirma. 

Para los posibles interesados, asegura que la cafetería funciona: “Si no sacara dinero yo, que voy a cumplir 68 años, no estaría aquí. Estaría en mi casa rascándome la barriga”. De momento se da unos meses antes de lanzarse definitivamente a rascarse la barriga en casa. “Yo no lo querría cerrar, pero el verano tampoco me gustaría ya pasarlo aquí. Antes de cerrarlo me gustaría dejarlo colocado, o bien vendido, o traspasado o alquilado”. Por último, confiesa con carcajadas que ofertas ha tenido “muchas, pero sin dinero. Viene mucha gente, pero van al banco, y si no hay avales, no hay préstamo. Eso es así”.