La familia de los Navarra descendía de los reyes navarros por vía bastarda, razón por la cual ostentaban un apellido tan especial y distinguido. Y es que años atrás, en 1378 y tras enviudar de la reina Juana, el rey Carlos II había tenido un hijo extramatrimonial con la joven Catalina de Lizaso, dándole el nombre de Leonel de Navarra, primero de su linaje. Contrariamente a lo que pudiera pensarse hoy, ser hijo ilegítimo del rey de Navarra se consideraba un gran honor en su tiempo, y suponía ingresar en la familia real como hermano natural de Carlos III. Gracias a ello Leonel logró grandes distinciones, fue el primer vizconde de Muruzabal, y un hijo suyo, Felipe de Navarra, fue ya mariscal del reino. El mariscal era la tercera dignidad de Navarra, tan solo por detrás del rey y del Condestable, y suponía en la práctica la jefatura del ejército.
Nuestro protagonista nació probablemente en Tafalla, hacia 1454, hijo del mariscal Pedro de Navarra y Peralta, y de una noble llamada Inés Enríquez de Lacarra. A tenor de su posterior carrera diplomática es seguro que recibió una esmerada educación, incluyendo varios idiomas y el conocimiento de las normas cortesanas. Su padre murió en 1471, víctima de una emboscada tendida por sus enemigos los Beaumont en las calles de Pamplona. Heredó entonces la mariscalía su hijo mayor Felipe, que sería igualmente asesinado por los Beaumont en 1480, y entonces fue su hermano, nuestro protagonista de hoy, quien se convirtió en el sexto mariscal del reino. Situado en lo más alto de la nobleza navarra, Pedro fue armado caballero en la catedral de Pamplona, en presencia del rey, el 9 de diciembre de 1481. Se casó en 1498 con Mayor de la Cueva, hija del castellano duque de Alburquerque, con quien tuvo dos hijos llamados Pedro (futuro mariscal) y Juana. Antes, todavía soltero, había tenido un hijo natural con una mujer de la tafallesa familia Hualde, a quien dio el nombre de Francisco de Navarra, que llegaría a ser prior de Roncesvalles y obispo de Ciudad Rodrigo, Badajoz y Valencia. En cuanto a su labor como mariscal diremos que, apagadas las guerras civiles para 1507, y derrotados los pro castellanos Beaumont por la reina Catalina y su marido Juan de Albret, a Pedro de Navarra le tocó gestionar los difíciles años de la conquista española. Y se convirtió en la persona de mayor confianza de la corona, obteniendo un prestigio enorme por sus dotes militares y diplomáticas.
La conquista de 1512
Antes incluso de que se desatara la conquista, el propio mariscal encabezó la delegación navarra que marchó a Castilla para negociar con Fernando el Católico (cfr. el Falsario), siendo acompañado por Juan de Jaso, padre de San Francisco Javier. Desatadas las hostilidades, él en persona encabezó la famosa carga de la caballería navarra que fue masacrada ante las murallas de Pamplona, el 27 de noviembre de 1512. Tras la ocupación del reino, no solo rechazó el ofrecimiento de ponerse al servicio de los españoles, sino que marchó a Italia a luchar contra ellos, participando junto a los franceses en la victoriosa batalla de Marignano (1515), a las órdenes de otro navarro, Pedro Navarro, conde de Oliveto. Desempeñó además una intensa labor diplomática, en París, en la corte flamenca de la Haya y ante el mismísimo Papa, buscando apoyos para la causa navarra. Y cuando se inició el segundo intento de reconquista, en marzo de 1516, se puso de nuevo al frente de las tropas navarras. Como se sabe, aquella intentona fracasó a causa de la falta de apoyo francés, de la consiguiente inferioridad numérica, y de un temporal de nieve que causó, en pocos días, más de cien muertos. Pedro de Navarra cayó prisionero de los españoles en Isaba, el 22 de marzo de 1516. Conducido a Castilla entre fuertes medidas de seguridad, sabemos que al pasar por Estella gentes del pueblo salían al camino para besar sus manos atadas, en señal de respeto y lealtad. Pedro y sus capitanes fueron encerrados en la torre del castillo de Atienza (Guadalajara), bajo durísimas condiciones, cargados de grilletes y en mazmorras cerradas bajo tres puertas y cuatro cerraduras.
Con el paso del tiempo, el mariscal fue trasladado de Atienza al castillo de Simancas (Valladolid), su destino definitivo. Según la documentación, en marzo de 1520 Carlos I de España y V de Alemania mandó que lo llevaran a su presencia, y al igual que ya antes había hecho su antecesor el Falsario, le ofreció pasarse a su servicio, con la promesa de liberarlo y restituirle todos sus bienes. Pedro de Navarra rehusó enérgicamente, diciendo al todopoderoso emperador que no podía prestarle juramento “porque no era español ni súbdito de la casa de Castilla”, añadiendo además que “jamás renegaría de su patria”. Esta respuesta es, todavía hoy, toda una lección para quienes han sugerido que la conquista de Navarra fue un mero cambio de dinastía, y que para las gentes de Navarra supuso únicamente cambiar a unos dueños por otros.
Un crimen de Estado
Mientras todo esto ocurría, la guerra de Navarra seguía su curso y, tras los frustrados intentos de reconquista de 1512 y 1516, los navarros estaban preparando la última tentativa de 1521, que culminaría con la desastrosa batalla de Noain y el posterior asedio al castillo de Amaiur. Escenarios en los que, por razones obvias, el mariscal no podría ya participar. A pesar de ello, parece ser que el viejo soldado se mantenía al corriente de todo y que, ayudado por los pajes y ayudantes que se encontraban allí con él, lograba pasar instrucciones a quienes seguían en la lucha. Y esto era más de lo que el cruel emperador estaba dispuesto a soportar. Por ello, tras la batalla de Noain el 30 de junio de 1521, el aplastamiento de los últimos núcleos de resistencia en septiembre de aquel año, y la toma de Amaiur en julio de 1522, Carlos I de España se dispuso a ajustar cuentas con los prisioneros que tenía en su poder. Aquel mismo verano fueron asesinados en su celda de Pamplona los héroes de Amaiur, el alcaide Jaime Bélaz y su hijo Luis, y el 14 de agosto un compañero de prisión del mariscal, el comunero Pedro Maldonado, fue ejecutado por orden expresa del rey. Parece ser que esta muerte impresionó profundamente al mariscal, convencido de que también a él le iba a llegar su momento. A partir de entonces su mayor obsesión fue poner sus asuntos en orden y “morir como un buen cristiano”.
Pedro de Navarra y Lacarra fue hallado muerto en su celda el 22 de noviembre de 1522. Lo encontraron bañado en sangre, con una cuchillada, dada de punta, que le atravesaba el cuello de derecha a izquierda, seccionándole la tráquea. Una segunda herida, encontrada bajo la ropa a la altura del codo izquierdo, parece ser la prueba clara de un forcejeo. Al igual que ocurriría poco después con el sublevado conde de Salvatierra, asesinado en su celda de Burgos, las autoridades españolas intentaron vender este asesinato como un suicidio. No obstante, aquello chocaba frontalmente con la decisión del mariscal de “morir como un buen cristiano”, ya que la doctrina cristiana consideraba el suicidio un pecado mortal, castigado con el fuego eterno. De hecho, historiadores navarros clásicos como el Padre Moret y Arturo Campión no dudaron de que se trató de un crimen de Estado. Por ello sorprende que algunos historiadores navarros actuales hayan secundado de forma acrítica la teoría del suicidio, sin más pruebas que los testimonios de sus carceleros y los de algunos testigos que declararon bajo evidente presión. Tras su muerte, el mariscal Pedro fue trasladado a Navarra, y enterrado junto a sus antepasados en la cripta de la iglesia de San Pedro de la Rúa de Estella. En 2010, en el transcurso de las obras de restauración de la iglesia, la cripta de los mariscales fue redescubierta, y aunque se anunció que iba a ser abierta para su estudio, lo que allí se encontró nunca ha sido dado a conocer. Y es que la sombra de los asesinos de Simancas todavía campea sobre Navarra. Mientras tanto, en Pamplona, en la ciudad que glorifica a su enemigo Íñigo de Loyola, en la capital del país que Pedro de Navarra defendió hasta la muerte, ni un solo monumento, estatua, placa, calle o plaza recuerda su extraordinaria historia. Una deuda pendiente y una herida que, quinientos años después, sigue sangrando.