hace muy pocos días Kiko Llarenas y Borja Andrino exponían en El País las posibles “carambolas” que nuestro sistema electoral podía depararnos este 28 de abril. Desde hacer que el segundo partido en votos sea el que consiga más escaños, hasta permitir que el hecho de que uno de los partidos de una futura coalición saque más votos perjudique a esa tal coalición en vez de beneficiarla. Si la sola posibilidad de tales efectos despierta un rechazo intuitivo entre nosotros, ello se debe a que laten ahí, violentados, principios de justicia consustanciales al ethos de la democracia. Veamos alguno.
Para empezar, el principio igualitario. Aunque es evidente que socialmente somos muy desiguales -en muchos aspectos: ideología, riqueza, origen, etc- el ideal democrático hace abstracción de todo eso. En el ágora común esas diferencias desaparecen, porque todos -el pobre y la banquera, el albañil y la empresaria, la docente y el iletrado- pasamos a ser no ya habitantes de la sociedad real, sino de la ciudad política. Pero nuestro sistema electoral, como es sabido, pisotea ese principio. Frente al voto igual, que es el gozne sobre el que se articula institucionalmente el ideal de la igualdad política, impone un voto desigual. Unas voces valen más que otras.
Hay que tener cuidado, sin embargo, al enunciar esa realidad. Es habitual escuchar que, con 285.000 votos, el PACMA no logró en 2016 ni un escaño mientras el PNV, con idénticos apoyos, lograba cinco. Pero en realidad ni el PACMA ni el PNV adquieren escaños. Son los ciudadanos que votan por ellos los que lo hacen, porque son ellos- y no los partidos - quienes adquieren representación. El terreno es aquí orwelliano, y el lenguaje mismo puede haber sido forjado por el enemigo.
El segundo principio que el sistema ignora es el de Mayoría. Un principio, es cierto, para el que cierto espacio -el espacio de los derechos- se encuentra vedado. Los derechos son patrimonio de todos, de las mayorías, de las minorías y sobre todo -porque las abarca a todas- de esa minoría extrema que denominamos “individuo”. O “ciudadano”, mejor, porque individuos ha habido siempre, pero ciudadanos dotados de derechos sólo los hay en las democracias. Y en las democracias los derechos se respetan y todo lo demás se decide por mayoría? excepto en la nuestra, claro, porque aquí gracias a nuestro sistema electoral no es la mayoría la que gobierna, sino la minoría.
Josep Colomer, uno de nuestros mejores politólogos, lo expresa así: “España es el único país de Europa donde, en más de cuarenta años de democracia, siempre ha habido, a nivel estatal, gobiernos controlados por un solo partido, nunca se ha formado un gobierno de coalición, y todos los gobiernos se han basado en una minoría de votos populares”. Supongo que esto último les sorprenderá, pero es rigurosamente cierto. Acudan a las cifras de anteriores elecciones: ni un solo gobierno -ni siquiera el del PSOE en 1982- ha tenido un respaldo social mayoritario.
Revisen los números y, de nuevo, olvídense de las palabras. Y más aún de ciertas palabras. La politología en pleno les dirá que el sistema electoral español es muy poco proporcional -hasta ahí, de acuerdo- y en consecuencia “muy mayoritario”. Y en esto último es más complicado coincidir. ¿Qué noción de “mayoría” puede tener sentido si el voto no es igual y los partidos no reciben una cuota de poder proporcional a la voluntad de la gente? ¿Qué mayoría puede construirse en un universo electoral poblado de distorsión y carambolas? ¿Desde qué lógica cabe argumentar que la proporcionalidad y la mayoría, en un parlamento, se repelen? Es todo lo contrario, se necesitan. Por eso en Alemania, Suecia y Holanda todo gobierno tiene una mayoría social detrás, porque son sistemas parlamentarios proporcionales. Cuando los politólogos les hablen de “sistemas electorales mayoritarios”, olviden las palabras y vayan a los números? y sobre todo recuerden a Orwell.
Un último principio, ya para terminar. La constitución lo describe de modo magistral al afirmar, con respecto a los partidos políticos, que “su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos”. Juzguen ustedes mismos.
Seguimos con el sistema electoral diseñado en 1976 por el último gobierno del tardofranquismo. No es igualitario, no es proporcional, no es mayoritario y pervive en un ecosistema en el que los militantes están en buena medida de aderezo. Del Senado ni hablamos. ¿Sería mucho pedir que todo esto se reformara? Hace falta “voluntad política”, se dirá, pero no es cierto. Cuando hablamos de principios lo que se requiere es más bien voluntad democrática.
El autor es profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad Pública de Navarra. Acaba de publicar junto a Enrique del Olmo ‘Reformar el sistema electoral’ (Gedisa).