El parlamento francés aprobó este jueves un proyecto de ley que autoriza la instalación a gran escala de un sistema de cámaras de vigilancia respaldadas por análisis algorítmico, capaz de detectar comportamientos sospechosos en tiempo real. Disponen de un módulo de inteligencia artificial que por sí solo puede detectar si se deposita en una esquina un paquete sospechoso, y es capaz de activar alarmas si comprueba que hay determinados movimientos de grupos de personas. El Gobierno galo ha justificado su intención excusándose en la celebración de los Juegos Olímpicos en París el año que viene. El plan ha sido criticado por varias ONGs centradas en los derechos digitales, como La Quadrature du Net. Lo que aducen es que se traspasa un límite mucho más allá de los problemas de privacidad, y que entrar en un modelo en el que un sistema informático pueda juzgar a través de vigilancia biométrica presuntos comportamientos delictivos, es ya otra dimensión. Tienen bastante razón, sabiendo como sabemos que a los algoritmos hay que entrenarles, lo que no es una actividad inocente, y que no hay una garantía de que el modelo de decisión sea transparente y auditable. No es extraño que este tipo de ideas, por más que se quieran justificar en el evento olímpico, hayan llegado en primer lugar a Francia. Un país autosatisfecho –tienen muchas razones que asisten su orgullo, ciertamente–, pero también habituado a que el Estado cuide de los ciudadanos con un sinfín de regulaciones. El primer país que puso en marcha la jornada de 35 horas, como si no fuera a tener un coste socioeconómico tremendo. (Hace pocos días, el ministro de Salud, François Braun, reconocía que la limitación de las jornadas eran una de las causas fundamentales de la crisis sanitaria que están viviendo). Un país que no deja que el sistema de satélites Starlink, de Elon Musk, pueda ofrecer internet porque dicen que no cumple con sus normas sobre telecomunicaciones, a pesar de que la fibra óptica no llega a la mayor parte del país. Los primeros en establecer normas sobre envases de un solo uso, que hace que si vas a un establecimiento de comidas, te cuesta más adquirirla para llevar a casa que tomarla en el local, porque te tienen que cobrar unos envases de vidrio. En las parcelas de algunas casas unifamiliares de porte impresionante te encuentras piscinas sustentadas chapuceramente por encima de la rasante del suelo, porque si la haces excavada tienes que pagar impuestos adicionales. El resultado de este modelo, en el que los ciudadanos se sienten cuidados por la regulación y el Estado la impone sin otro límite que la imaginación, es que el país vive estancado en unas cifras de caída de productividad y déficit público casi tan altas como las españolas. Y además, la sociedad no entiende de otra cosa que del catálogo de beneficios, porque ilusamente suponen que se lo pueden permitir todo. Como a Macron no le faltaron nunca capacidades analíticas –de eso vivía cuando trabajaba en la banca Rothschild, desde la que le reclutó el muy socialista Hollande para integrarle en su primer gobierno– ha llegado a la conclusión que el sistema de pensiones necesita hacer algo para reducir el déficit de 13.500 millones que tendrá de media anual en la próxima década. El razonamiento político es simple: o arreglamos esto, o será dinero que no podamos dedicar a sanidad o educación, o deuda que tendrán que pagar nuestros hijos. La solución podría ser tan sencilla como alargar la edad de jubilación de los ¡62! años actuales hasta los 64. El jaleo político está servido, en una sociedad que no quiere entender de problemas: el 82% de los franceses rechazan el uso de la orden ejecutiva para aprobar el artículo 49.3 de la reforma, lo que ha conducido tanto a una moción de censura en la Asamblea, como a los disturbios que se están produciendo en las grandes ciudades.

El Pacto de Toledo en España se pensó para que todo lo relativo a las pensiones se tratara con la sensatez que impone el consenso político. Pacto sobre el que ha defecado el gobierno de Sánchez cuando se ha establecido un cambio en las reglas del juego de la Seguridad Social apoyado exclusivamente en el beneplácito de UGT y CC.OO., organizaciones parasitarias donde las haya. Todo se ha centrado en un aumento de las cotizaciones a autónomos, trabajadores y empresas, y patadón p´lante durante unos años. Es impropio llamarlo reforma. La AIReF acaba de avisar que el retoque no corrige el déficit, sino que lo cronifica, y que el sistema sigue siendo financieramente insostenible. Una estafa que empobrecerá la economía y no servirá para solucionar nada de ese gran problema que nadie parece dispuesto a afrontar. Aquí tampoco.