Este viernes ha fallecido Benjamin Ferencz. Estos días había yo leído un libro suyo lleno de sabiduría vital, histórica y política que siento ahora la imperiosa necesidad de compartir como homenaje. El libro es breve, 150 escasas páginas, y destila los aprendizajes y enseñanzas de este personaje fascinante que hasta hace pocas semanas aparecía en diversos medios mostrando a sus 103 años una envidiable vitalidad y plenísimas facultades. El libro, escrito cuando cumplió los 100 con la colaboración de una periodista de The Guardian, recuerda algunos de los episodios de su vida (Hay cosas más importantes que salvar el mundo, Plataforma Editorial, 2021).

Nació en Transilvania y siendo muy niño su familia emigró a los Estados Unidos. Eran pobres de solemnidad. Su infancia transcurrió en las calles y en las compañías menos recomendables. La educación pública y algunos profesores comprometidos con las capacidades de sus alumnos le dieron la oportunidad de estudiar. Sus méritos y esfuerzos le llevaron a encadenar becas hasta licenciarse y luego doctorarse en derecho en Harvard. Allí colaboró con un profesor en la tarea en aquel momento visionaria de acumular información sobre los crímenes nazis que empezaban a conocerse.

A pesar de su físico, bajito y delgado, Ferencz se incorporó a filas y participó en batallas tan señaladas como el desembarco de Normandía y la batalla de Bastogne, terminando en el mismísimo Nido del Águila. Cuando los aliados aún no habían decidido cómo gestionarían la cuestión de los crímenes internacionales una vez terminara la guerra, al general Patton le tocó la liberación de algunos campos de exterminio. Alguien le sugirió a uno de sus oficiales el nombre de un soldadito menor que algo sabía sobre ese tipo de crímenes. Benjamin Ferencz entró en varios campos con los primeros soldados, comprobando y documentando lo que allí se encontraron, conviviendo con los supervivientes, conociendo –gracias a su manejo de varias lenguas– sus secretos y testimonios, recibiendo de sus manos papeles celosamente guardados –con riesgo de sus vidas– en la esperanza de que alguien llegara un día a recogerlos. No destripo más el libro. Te recomiendo encarecidamente que te hagas con él y lo leas.

Ferencz llegó a fiscal principal en alguno de los juicios de Nuremberg y desde entonces dedicó su vida a la justicia internacional. Soñó con que un día habría un Tribunal Penal Internacional permanente y le tocó, 50 años después, abrir la cumbre de la ONU que lo crearía. Criticó duramente a los países, el suyo el primero, que no colaboran con el sistema de justicia internacional, porque “los crímenes internacionales son crímenes internacionales independientemente de quien los perpetre”. Pero Ferencz, a diferencia de tantos que nada han hecho en la vida salvo quejarse y moralizar sobre lo que ignoran, tenía una visión optimista del futuro: las cosas, repite, avanzan lentamente. “A mis cien años estoy muy satisfecho con los enormes progresos de los que he sido testigo. Me decían que nunca sucedería… ¿es lo que tenemos satisfactorio? Por supuesto que no. Pero hemos llegado más lejos de lo que jamás habría podido imaginar.”

Sus reflexiones sobre la justicia internacional tienen enorme actualidad. En Nuremberg Ferencz dejó para la historia el siguiente alegato final: “si estos hombres permanecen impunes, la ley habría perdido su sentido y la humanidad tendría que vivir con miedo”. Es lo mismo que hoy nos jugamos. Por eso llevaba Benjamin Ferencz un año defendiendo públicamente que Putin es un criminal de guerra que ha cometido crímenes contra la humanidad en Ucrania y que debe responder ante un Tribunal Internacional por ello.

“¿Cómo podemos hacerlo? Solo hay una forma: lentamente”. Ante una joven activista Ferencz comentó hace unas pocas semanas: “cuando tengas 102 años podrás decir conocí a un tipo de 102 que decía estas cosas y, ¿sabes qué?, ¡tenía razón!”. Hagamos que Benjamin Ferencz tenga razón.