Las crónicas de la época publicadas en este periódico hablaban de Artozki como el “último bastión de la lucha contra el polémico embalse de Itoiz”. El pueblo más bonito del valle de Arce, con el icónico puente sobre el río Irati, fue el escenario de los últimos actos de resistencia pacífica por parte de un heterogéneo movimiento –entre vecinos, solidarios de Itoiz...– que intentó paralizar un proyecto que el poder siempre desarrolló a hechos consumados, retorciendo la ley –cuando no modificándola– tras perder en los tribunales y sin alcanzar consensos en la zona.

La lucha de Artozki llegó tras el traumático desalojo de Itoiz. Pero no impidió un verano y unas últimas semanas de septiembre de protestas amplias, pacíficas, con un tono de reivindicación de la dignidad de los pueblos de Arce.

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Artozki, la resistencia al embalse de Itoiz DIARIO DE NOTICIAS

Hubo partidos de pelota, txistorradas, teatro para los críos, fiestas, y una gran oleada de solidaridad, con personas llegadas desde todas las partes para apoyar las últimas acciones.

Fue una despedida, una traca final antes del encierro de varios activistas que se prolongó durante dos semanas de septiembre. Y que acarreó una derivada judicial para una veintena larga de personas, que se vieron sentadas en el banquillo un año después por resistencia a la autoridad. Todo aquello se va a recordar con varios actos que tendrán lugar en octubre y que estarán organizados por antiguos activistas de los Solidarios con Itoiz y vecinos del pueblo.

Antidisturbios de la Guardia Civil entrar a Artozki el 25 de septiembre de 2003.

Rebeldía

El desalojo de Artozki comenzó tal día como hoy hace veinte años justos, pero no se hizo tan rápido como hubiesen querido el Gobierno de UPN, el Estado y la Confederación Hidrográfica del Ebro (CHE). Allí quedaron una treintena de solidarios y vecinos que trataron de ralentizar todo lo posible los trabajos. El resultado era casi inevitable. Pero la lucha tenía algo de rebeldía, de entorpecer todo lo posible la entrega de un valle al que habían intentado humillar. 

El fin de semana del 20, ya en pleno operativo de desalojo, hubo “partidos de pelota, debates, concurso de calderetes y una comida popular”, recogen las crónicas, que se hacen eco de un comunicado vecinal en el que se dejó claro que “nadie ha abandonado voluntariamente” el pueblo, porque “nadie en su sano juicio renuncia de manera voluntaria a la casa de sus ancestros, a un entorno natural privilegiado y a una forma de vida difícil de llevar en otro lugar”.

Una pala derriba una de las primeras casas de la localidad, el 30 de septiembre de 2003.

Las casas, derribadas

La resistencia duró hasta finales de mes, pese al recrudecimiento de la presión policial y la amenaza de las excavadoras. Pero fue un golpe nocturno de la Policía Foral y la Guardia Civil –con una operación de madrugada– el que puso fin al último foco de resistencia, compuesto por 28 personas.

Algunas de ellas se encadenaron a las casas y a la propia iglesia, lo que retrasó las labores de derribo de unos operarios que tenían instrucción de “no dejar en pie ni una sola edificación”, pese a que el plan era inundar el pueblo. De aquello quedan algunas fotos memorables que se recogen en la página a color de este reportaje.

La Coordinadora de Itoiz denunció que las policías actuaron “con la fuerza bruta y sin testigos, tintes que son claramente fascistas y totalitarios, los mismos que se van a utilizar para acometer el llenado del embalse”.

Y un año después, 26 miembros de los Solidarios con Itoiz se tenían que sentar en el banquillo acusados de resistencia a la autoridad. Fue el triste final para una lucha que trató de dar un último aliento de dignidad a un pueblo, a un valle, humillado durante años por un poder que pasó por encima de todo –incluso de sus propias leyes– para sacar adelante el proyecto de Itoiz.

"El sistema pasa por encima de todo con tal de salirse con la suya"

Tener que irte de tu pueblo porque lo va a tapar un pantano implica muchas cosas. Lo primero es evidente: todo lo que conoces desaparece. Y lo segundo es más mundano, pero igualmente doloroso.

Un desalojo da pie a un montón de pequeños dramas cotidianos que no aparecen en los titulares de prensa: el viejo pastor que no sabe qué hacer con sus animales y decide sacrificarlos; el vecino que, antes de que le tiren la casa, prefiere quemarla; el expolio, con extraños que llegan al pueblo a ver qué pueden rapiñar, si la campana de la iglesia o unas piedras viejas.

Dani Unziti, tras la barra del bar Zuriza de Pamplona, ayer durante la entrevista Iñaki Porto

Todo eso recuerda Dani Unziti Belzunegui (Aoiz, 1970), histórico de los Solidarios con Itoiz que en septiembre de 2003 vivió muy de cerca los últimos coletazos de rebeldía en Artozki, el pueblo que “por momentos fue una utopía”.

El desalojo de Itoiz, su pueblo, donde vivió desde los 18 hasta los 33 años, fue “un horror”. Artozki tuvo otro cariz. Fue “una resistencia más pública”, tuvo más afán de proyectarse hacia el exterior y recibió una oleada de solidaridad enorme. Se centró más en despedirse del pueblo y se hicieron actos, comidas y fiestas durante todo el verano y hasta el desalojo definitivo. Pero en ambos casos el objetivo era “defender nuestras casas y nuestros pueblos con dignidad”.

Toda la dignidad que quisieron quitarle unos políticos “que siempre funcionaron a hechos consumados”. “Te erosionan poco a poco. Empiezan por quitarte la categoría de concejo y te van abandonando. Como no te arreglan los caminos, el del butano llega un día que no va más al pueblo. El cerco policial crece y te pegas una hora en cada control. Y aunque les llevas a los tribunales y les ganas, te presentan un recurso y hasta que se resuelve ellos siguen trabajando, las máquinas siguen entrando y siguen deshaciendo”, cuenta.

Los bomberos apagaron una de las casas que cogió fuego el día 15.

Resistencia

Unziti, durante aquel mes de septiembre, se dedicó a echar una mano a los solidarios que estaban en Artozki. Llegaba al punto de la mañana con el pan y el periódico, les llevaba la compra, se quedaba con ellos a comer y les echaba una mano.

Pero no tuvo una implicación tan directa como sí la tuvo en Itoiz, donde fue uno de los últimos en abandonar tras un encierro de cuatro días escondido en su casa, en Casa Jakue. “Lo escuchaba todo. Les veía por unas rendijas en la piedra ahí, a un palmo, y les escuchaba las conversaciones. Bueno, ¡les oía respirar”, reconstruye, con esa precisión que tienen los recuerdos que no desaparecerán nunca. Solo salía de su escondite para pintar en las paredes su nombre y su DNI. “Era una forma de decirles: todavía hay alguien por el pueblo”. “Itoiz fue un desgaste brutal para toda una generación que vivió con el proyecto del pantano condicionando casi cualquier cosa que ocurría en el valle”.

Lo que queda de todo son muchas enseñanzas y también cierta sensación de “decepción”. “Te decepciona ver cómo funciona el sistema, que pasa por encima de todo, incluso de sus propias leyes, para sacar su proyecto adelante. Incluso aunque haya víctimas, les da igual”, reflexiona. “Me quedo con la solidaridad, con el apoyo de todas las personas y con la dignidad de los que solo querían defender su casa”.