Los Sanfermines de 1923 se recuerdan, sobre todo, por ser los de la primera visita de Ernest Hemingway, de la que ahora conmemoramos el centenario. El 6 de julio, el entonces joven corresponsal en París del periódico canadiense The Toronto Star Weekly llegaba acompañado de su esposa, Hadley. Disfrutaría tanto de las fiestas que volvería en los años siguientes con algunos amigos y de sus experiencias en Pamplona nacería su primera novela, The Sun Also Rises/Fiesta (1926).

Ángel Cerezo Vallejo

Pamplona tenía entonces unos 35.000 habitantes y recién se empezaba a ensanchar tras el derribo parcial de las murallas. El alcalde era el procurador Joaquín Iñarra Ruiz, liberal, nombrado por el Gobierno, que tenía esa prerrogativa en las capitales de provincia. Tras las elecciones de renovación parcial de febrero de 1922, el Ayuntamiento tenía diez concejales ‘jaimistas’, ocho nacionalistas vascos, cuatro ‘mauristas’, dos liberales y un independiente. Tres barrios extramurales tenían alcalde propio: la Magdalena, San Juan y la Rochapea.

Algabeño sujetando a un toro de Villar tras la cogida de dos banderilleros, José Bazán y Manuel Aguilar González “Rerre”, 13 de julio de 1923. Foto: Archivo Municipal de Pamplona

¿Cómo eran aquellos Sanfermines?

Todavía no se disparaba el Chupinazo desde la Casa Consistorial. El día 6 tenía lugar “la inauguración”; en la entonces plaza de la Constitución un operario de la empresa pirotécnica prendía unos cohetes, se entendía que el primero iniciaba las fiestas, al tiempo que había repique general de campanas y las bandas de música y los txistularis y gaiteros salían de la plaza del Ayuntamiento tocando pasacalles. “El domingo 6 de julio al mediodía la fiesta estalló. No hay otra forma de expresarlo”, escribiría Hemingway. El periodista y escritor Francisco Grandmontagne había escrito en El Sol, el 13 de julio de 1922: “La música por todas partes: bandas, charangas, guitarras, bandurrias, tambores, pitos y castañuelas; música militar, civil y eclesiástica (las campanas); música de viento, de cuerda, de laringe; lejos, cerca, a la derecha, a la izquierda, por cuantos sitios alcanza la percepción del oído, ya atrofiado por exceso de vibraciones melódicas. Tal es la Pamplona de San Fermín”. En contraste, ya no se programaban los tradicionales conciertos matinales en el Teatro Gayarre del famoso Sarasate.

Ernest Hemingway y su amigo Robert McAlmon en Ronda en la primavera de 1923. Foto: John F. Kennedy Presidential Library and Museum

A las cuatro y media se inició la Marcha a Vísperas; desde hacía pocos años se iba transformando en el Riau-Riau por la costumbre de los mozos de cantar y bailar con el Vals de Astráin. El anterior alcalde, el ‘jaimista’ Tomás Mata Lizaso, mediante un bando había prohibido “corear las piezas musicales de la banda que precede al Ayuntamiento en las Vísperas”.

En cambio, el debutante alcalde Iñarra cantó “Riau, Riau” con el público. La Marcha a Vísperas no se prolongó mucho; a las seis, concluida la función religiosa que en la parte musical estuvo dirigida por el maestro de capilla Antonio Pérez, la corporación iniciaba su regreso a la Casa Consistorial donde celebró un pleno ordinario. Tras las Vísperas, se jugó en el campo de San Juan un partido de fútbol entre Osasuna y Espanyol que finalizó con un 0-2 a favor de los visitantes, cuyo portero era el célebre Ricardo Zamora. Durante todas las fiestas hubo partidos de pelota en el frontón Euskal-Jai y tiro de pichón organizado por la Asociación de Cazadores y Pescadores en el campo del Lawn-Tennis Club –por aquel entonces situado al sur del Ensanche, donde hoy se cruzan las calles Paulino Caballero y San Fermín.

El 6 de julio, a las 22.30 se inauguró el Coliseo Olimpia, teatro construido por la sociedad Euskalduna con proyecto del arquitecto José Yárnoz Larrosa en el cruce de la calle Cortes de Navarra con la avenida de San Ignacio; la compañía de opereta de Eugenia Zuffoli y Ramón Peña puso en escena La Noche Azul, del compositor berlinés Walter Bromme con adaptación de Casimiro Giralt; en los días siguientes representarían Mamá Felicidad, La hora de Stamboul y La montería. En el Teatro Gayarre actuaba la compañía de Catalina Bárcena, dirigida por Gregorio Martínez Sierra, poniendo en escena obras como El conflicto de Mercedes, de Pedro Muñoz Seca, No te ofendas, Beatriz, de Carlos Arniches y Joaquín Abati, o La tragedia de Marichu, de Carlos Arniches. En aquella época las compañías de teatro viajaban con un amplio repertorio.

LOS SANFERMINES DE 1923

El 7 de julio a las diez salía la procesión de San Fermín, seguida de la misa mayor, con la peculiaridad de no estar presididas por el obispo de Pamplona, como es tradición. La sede episcopal estaba vacante por el fallecimiento de José López de Mendoza García sin haber tomado posesión todavía Mateo Múgica Urrestarazu, hasta entonces obispo de Osma. Fue sustituido en la procesión por el deán, Manuel Salomé Escobés, al que acompañaban las autoridades civiles, el alcalde, el gobernador civil y el gobernador militar, escoltados por un piquete a caballo de la Guardia Civil, una guardia de gastadores del Regimiento América y la banda de música del Regimiento de la Constitución. La misa fue oficiada por Francisco Baztán Urniza, obispo dimisionario de Oviedo y natural de Sada. El diario integrista La Tradición Navarra escribía: “Es digno de censura que solo asistieran a la procesión, como concejales, solo cinco de los munícipes. Y eso que son 25 los concejales de Pamplona”.

Mozos, cuadrillas y música

Esa mañana se había corrido el primer encierro, entonces había pocos corredores y la mayoría en el último tramo, en la entrada a la nueva Plaza de Toros, que ya conocía montones desde su inauguración en 1922. El encierro empezaba a las seis y las corridas a las cuatro y media de la tarde; entre medio, a las doce, se celebraba el apartado. España todavía seguía utilizando la hora del meridiano de Greenwich (se adelantaría una hora en 1940 para igualarnos con Alemania) y no se adelantaba en verano (se haría intermitentemente a partir de 1924). La letra de la famosa diana ¡Aúpa los irunshemes! o Levántate pamplonica, que Ignacio Baleztena había publicado en El Pensamiento Navarro el 6 de julio de 1922, sigue afirmando que “el encierro es a las seis”, y sigue siendo verdad si nos referimos a la hora solar.

Todavía no se habían institucionalizado las peñas que conocemos hoy; sí existían lo que entonces se llamaban las cuadrillas de mozos, a quienes la prensa solía llamar “los de bronce” (La Artística, La Ochena, La Cuatrena, La Sequía, La Cometa, La Marea, Los de Ahora, Los de Siempre…), más informales y de existencia menos estable. Acudían a los toros con merienda y pancarta, sin charanga profesional aunque metiendo ruido con todo tipo de instrumentos y artefactos, y a la salida no desfilaban ordenadamente por la ciudad sino que iban en tropel hacia el real de la feria. No vestían de blanco, algo que se iniciaría a partir de 1931, sino cada uno a su aire.

Eran habituales la camisa y el pantalón azules, el blusón blanco, el pañuelo y la faja de cualquier color, boina azul o negra. La gente «bien», que solía ir trajeada, iba al mediodía a dejarse ver en el paseo por el Bosquecillo, amenizado por una banda de música, y a la noche a los bailes del Nuevo Casino Principal o del Casino Eslava (entonces en el número 37 de la Plaza del Castillo). Los cafés Iruña, Suizo, Torino, Kutz, Roch, Dena-Ona, o bares como el Espejo, España, Ideal, Frontón, Sixto, Toki-Alai, Olympia... se abarrotaban de público.

Los fuegos artificiales se disparaban en la Plaza del Castillo a las nueve y media de la noche por las empresas de Manuel Oroquieta e hijo, de Pamplona, y de Policarpo Martínez de Lecea, de Vitoria; por la tarde, lanzaban bombas japonesas con lluvia de caramelos y juguetes para los niños, y alguna noche también había zezenzusko. Después se proyectaba cine mudo sobre una pantalla colocada en la fachada del Teatro Gayarre, mientras sonaba la música de la verbena.

Tiempo revuelto

Las fiestas de 1923 resultaron muy agitadas por los fenómenos naturales. El 10 de julio, a las 5.31h y mientras se tocaban las dianas, tuvo lugar un fuerte terremoto (intensidad VIII en la escala de Mercalli, la utilizada entonces y que variaba entre I y XII), con epicentro en la localidad oscense de Martes, en el Canal de Berdún y a unos 80 kilómetros de Pamplona, seguido de varias réplicas en los días posteriores. Causó alarma, temblaron edificios y se movieron muebles, aunque no hubo daños en Pamplona; en Martes varias casas quedaron en ruinas pero no hubo víctimas. El día 9 por la tarde se había puesto a llover copiosamente; las tormentas continuaron en días sucesivos y obligaron a suspender diversos actos. La corrida de toros anunciada para el 10 se tuvo que aplazar hasta el 12; la intensa lluvia causó inundaciones en distintas zonas de Navarra.

Actos taurinos

Según Iribarren, “las corridas de aquellos años veinte eran de toros fieros, bien armados, de los que requerían mucha lidia y admitían muy pocas florituras; y de pobres caballos sin peto, condenados a morir destripados”; el peto de los caballos se implantaría a partir de 1927. Hubo cinco corridas, como era usual en la época. Según las crónicas de la época, faenas flojas, tardes aburridas y pocos trofeos. La plaza de toros inaugurada el año anterior tenía más de 12.000 asientos; podía albergar a la tercera parte de la población de Pamplona. No se llenaba; aunque tenía habitualmente una buena entrada. El cartel de “no hay billetes” no se colgó hasta 1945.

En el encierro, la entrada era gratuita, salvo en palcos (una peseta) y gradas (sesenta céntimos). El abono más caro para las cinco corridas era el de un palco completo en sombra, por 322 pesetas; una barrera de preferencia en sombra salía por 107 pesetas, y por el más barato, en andanada de sol, se pagaban 28 pesetas. Un periódico costaba 10 céntimos; un kilo de patatas, 40 céntimos; un jornalero en el campo ganaba en torno a 6 pesetas.

La feria de ganado caballar estaba instalada en terrenos del antiguo hipódromo, al lado de donde en 1934 se construiría la estación de autobuses. En el paseo de Sarasate se instalaban los puestos de “bisutería, quincalla y otros artículos”, mientras que el real de la feria, con todo tipo de atracciones, ocupaba una explanada propiedad del ramo de Guerra entre la Ciudadela y las calles Padre Moret y General Chinchilla (la actual manzana de viviendas militares).

Se instalaron hasta tres circos, entre ellos el circo Palisse, uno de los más grandes de Europa y que, según relataba la prensa, presentaba una notable colección de fieras: cinco elefantes, 13 leones “que rugen como en la selva”, 10 tigres, una hiena, osos blancos y pardos.

Las fiestas culminaron el domingo 15 de julio con un “Grandioso Alarde Musical” en el que participaron 12 bandas de Tolosa, Zumárraga, Dena, Galdácano, San Sebastián (Unión Bella Iruchulo y La Armonía), Estella, Tafalla, Tudela y Pamplona (La Pamplonesa y las de los regimientos de Infantería Constitución y América).

Por la mañana recorrieron las calles, saliendo desde el Bosquecillo, y por la tarde, junto con el Orfeón Pamplonés, dieron un concierto en la Plaza de Toros. Ese mismo día se celebró la Fiesta del Clavel; 22 señoritas designadas por la Comisión de Fomento anduvieron por la ciudad vendiendo claveles a cambio de la voluntad; la cantidad recaudada (7.917,47 pesetas) se entregó a la Casa de Misericordia.

En 1923, Hemingway dijo que él y su mujer eran los únicos extranjeros en Pamplona; en El verano peligroso (1960) se corrigió y diría que había apenas 20 turistas. Estaba errado, dado que en aquella época los Sanfermines ya eran muy conocidos. La prensa daba cuenta de que llegaban trenes y autobuses repletos de visitantes, los periódicos de otras provincias se hacían eco de la celebración de las fiestas, los navarros residentes en Madrid, Barcelona, Bilbao o San Sebastián celebraban actos festivos. No serían las cantidades inmensas de guiris que llegarían más tarde, ya instaurado el turismo de masas, en parte por la promoción que hizo Hemingway de los Sanfermines, pero en 1923 en absoluto eran unas fiestas desconocidas.