Roja. Del color de la prohibición. Del color de la sangre. Sustituyó al cordón que formaba la Policía Municipal antes de que sonara el cohete que anunciaba el inicio de cada encierro. Está en la cuesta de Santo Domingo, a la altura del acceso al parquin del Departamento de Educación. Y supone una advertencia y una prohibición. Una prohibición más.
Porque prohibiciones hay muchas. En el encierro y en la vida. En Singapur está prohibido el consumo de chicles. En Malasia está prohibida la ropa amarilla. En Sri Lanka está prohibido exhibir tatuajes con imágenes religiosas. Aquí están prohibidos los cigarrillos de chocolate, que tanto nos gustaban. En fin. La lista de prohibiciones resultaría interminable.
Recuerdo que hace unos años, Kim Jong-un, el líder supremo de Corea del Norte, prohibió a sus compatriotas durante no sé cuánto tiempo hablar alto, beber alcohol, cantar o festejar un cumpleaños, entre otras cosas. No lo hizo de mala fe, para fastidiar; lo hizo para conmemorar el aniversario de la muerte de su padre.
También recuerdo que Inza, un compañero mío del colegio, citaba mucho un teorema de Tales de Mileto. Para él, este teorema no estaba relacionado con la geometría, y rezaba sencillamente: “Teorema de Tales: Prohibido jugar en los portales”. Inza lo repetía y no utilizaba el verbo «jugar», sino otro verbo de la primera conjugación. Terminó expulsado del colegio.
En el encierro está prohibido correr con mochilas. O citar a los toros. O correr borracho. Y, por supuesto, está prohibido sobrepasar la línea roja de la que hablaba. El primero en hacerlo fue un expolicía. Un expolicía inglés. Este hombre alegó que las instrucciones que le facilitaron estaban redactadas únicamente en castellano y en euskera, idiomas que él no comprendía. Vacía excusa de un expoli muy panoli.