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Julio 2025: Turquía y Georgia

Sheila Sevillano y Xabier Luna iniciaron el 28 de abril desde Mutilva un viaje en bicicleta por todos los rincones del mundo con la intención de ayudar y colaborar en iniciativas solidarias que mejoraran las condiciones de vida de sus habitantes. Su intención es recorrer más de 20.000 kilómetros para colaborar en estos proyectos solidarios en Tayikistán, Angola, Camerún, Bolivia y Ucrania

Julio 2025: Turquía y GeorgiaXabi Luna

El 27 de junio reemprendemos la marcha tras un paréntesis turístico que guardamos en algún rincón de la memoria, tiramos la llave y nos centramos en la Turquía que nos interesa. Las etapas que seguirán hasta el Mar Negro serán duras, aderezadas de hermosos paisajes y experiencias humanas inolvidables. Reemprender la marcha cuesta, sobre todo si pedaleamos con el mismo calor que seca los campos sin compasión. El primer día, en Meçitozu, la estampa al llegar es la que tendrás a lo largo y ancho del país, un pequeño local, sencillo, con una barra, una máquina antigua de hervir agua con la que te servirán té o café turco y donde todas las mesas y sillas estarán ocupadas de hombres con un vaso pequeño de cristal y té humeante dentro. El poco rato que estamos en ese pueblo nos invitan a los tés y al comprar pan, las chicas de la pastelería, tímidas, con una sonrisa contagiosa nos regalan pastas y bollos para el camino. Esa es la Turquía que nos ha cautivado y por la que pedalear, por duro que sea, es una recompensa.

Al segundo día tenemos un puerto de salida de veinte kilómetros que nos obliga a descansar a mitad en un pequeño pueblo que se llama Kervansaray. El sonido es el de los cencerros cuando mastican las vacas, de los tractores que cruzan a cada rato con la cosecha sobre el remolque y el olor, el del estiércol. Nos refugiamos en la única sombra que hay, sentados en un banco donado por el ayuntamiento de Çorum. Una mujer enjuta, camina con bastón y se sienta con nosotros, con un pañuelo en la cabeza y más arrugas en la cara que en la ropa, habla y ríe sin parar. Le ofrecemos pan con nocilla que rechaza, deseamos saber lo que dice y nos marchamos con la duda como tantas veces.

Una de las noches acampamos en una pieza de cereal cosechada con el consentimiento de dos hortelanos. Nos acostamos cansados, con ganas de dormir al menos siete horas, pero el ruido de un tractor nos arranca del sueño a las 4:30 de la madrugada y con sus luces nos despeja del todo. La polvareda está cada vez más cerca y recogemos todo rápido para no ser cosechados. El hombre nos pone en la bici antes de amanecer, pero nos salva de la lluvia que aparece a la tarde camino de Almus.

En muchas casas, negocios, edificios hondea la bandera turca, hay tantas que pierden el significado. Para nosotros es un trapo de color rojo al que no le atribuimos el patriotismo que le corresponde porque no identificamos esa tela con un sentimiento bajo la piel, pero está claro que o la viven o les obligan a vivirla, como la figura de Atatürk, héroe nacional que forma parte de todas las plazas o cuelga en los salones con su mirada penetrante.

Desde Almus hasta Susehri escapamos de las vías principales por una carretera que a veces es camino a más de 1000msn todo el rato. La primera de las noches dormimos en una pequeña mezquita que hay en la carretera, que muchas de las veces es el refugio donde te acogerán sin dudarlo. A la tarde, Güll y Dursun, una pareja que vive en un pueblo en lo alto, se sientan y conversamos con el traductor del móvil hasta que al final nos ofrecen subir a su casa a un pueblo 500 metros de altitud más arriba. Hay muchas ganas, pero pocas fuerzas para estar más de hora y media pedaleando de noche y con pena rechazamos el ofrecimiento, aunque desde la distancia siguen nuestros pasos. Al día siguiente la etapa por caminos es una de las más duras del viaje y nuestro oasis humano es Zülküf, el imam de Karkin que nos regala pan, té y pastas para recuperar fuerzas para la etapa. Ese día dormimos en una casa en construcción a 1600msn sin ventanas y con un viento frío que nos obliga a sacar el armario invernal que tenemos en las alforjas.

Un nuevo día

La siguiente mañana iniciamos con un puerto que ascendemos con lentitud por las rampas y con un paisaje donde la altitud se ha llevado la vegetación y sólo queda un alfombra verde de lomas redondeadas. Son extensiones donde los rebaños pastan tranquilos, sobre todo porque con ellos siempre hay perros, en los enormes kangales turcos que los protegen. Desde lo lejos les oyes ladrar, pero tu ritmo es lento, la altitud y el desnivel no ayuda y el ladrido cada vez es más próximo hasta que abajo en la ladera ves un perro que se acerca y tres curvas más allá salta a la carretera un enorme animal de casi un metro y una cabeza prehistórica que amenaza con morderte. El miedo paraliza, pero el instinto es gritarle, hablar más alto que él y demostrarle que esa conversación la cierras tú y sigue ladrando y lanzando amagos y sigues gritando, sin aire por las rampas, sin aire por el miedo, sin aire por la altitud, pero gritas y por fin se va y las pulsaciones las notas en las cada capilar que hay en tu cuerpo y no paras de girar la cabeza hasta que sientes que ya estás a salvo.

En Bayburt rodamos por calles retorcidas y desde las que se ve en lo alto un castillo de murallas de piedra amarilla que vigila todos los accesos a esta ciudad encajonada entre valles y ríos. Buscamos una tienda donde arreglar la máquina de afeitar. Mientras esperamos, Sheila conversa con una chica afgana que escapó con la llegada de los talibanes, otro señor me trae té y el del servicio técnico, un hombre calvo, con bigote y una sonrisa sincera, me lo entrega y no me deja pagar. Un instante en el que confluyen culturas, generosidad, ganas de conectar y que te muestra lo mejor del ser humano. Lo hacen con tal verdad que empequeñece cualquier intención de ser buena persona, ellos son así y nosotros tendríamos que impostarlo, pero el camino es largo y el aprendizaje es inmenso.

Mapa del recorrido.

Salimos de Bayburt hacia la mayor altitud del viaje hasta la fecha. Una carretera estrecha donde esconderse del sol es complicado y que al final nos espera una especie de circo con un zigzag dibujado en la pared que conduce a Yaylasi, el pueblo previo a la cima a 2.330msn. Las rampas finales del 15% nos llevan al límite y nos vienen a la cabeza todos los puertos imposibles que nos quedan en Rumbos. Lo que sucede tras esa cima es fantasía, el asfalto se convierte en un camino de tierra ciclable estrecho que se asoma a un valle que llegará al mar Negro. Seguimos por la D915 conocida como una de las carreteras más peligrosas del mundo, construida en 1916 y que hoy sigue en gran parte como hace un siglo, un camino de grava estrecho sin arreglar. Descendemos rápidamente cruzándonos con moteros intrépidos que han venido a conquistar la famosa carretera. Lomeamos hasta que de repente nos asomamos a 29 curvas cerradas que culebrean hasta el río Catakli. De un paisaje yermo en la vertiente sur nos teletransportamos a uno tropical donde la vegetación se adueña de todo. Queremos que esa bajada no acabe nunca, queremos sentarnos durante horas a verla, queremos llegar para terminar la etapa, queremos muchas cosas que no podemos unir. Aunque vemos nuestra cabaña cientos de metros más abajo asomada al acantilado, decidimos comernos un bocadillo sentados con los pies al balcón natural. Desde ahí observamos como las curvas dan paso a un camino que desciende hasta el mar con una pared rocosa a la derecha y un acantilado al río por la izquierda. Bajamos a una de las noches más especiales del viaje, La cabaña de Turgut, un señor que nos aloja gratis en una habitación con dos colchones inventada sobre la cabaña. Con la noche cerrada, cenamos los tres a la luz de un candil colgado en la viga, un cierre perfecto para una etapa de ensueño.

Si me dicen que he echado de menos en Turquía durante este mes y medio, quizá sea haber interactuado más con las mujeres. La imagen general que te encuentras es la de hombres sentados compartiendo amistosamente té, que te reciben calurosamente, pero en la que rara vez hay una chica. Muchas de las que ves caminando te saludan con recelo, serias y las veces que conversas es porque trabajan en negocios o están junto a sus maridos, nos ha faltado ahondar en la parte femenina turca. Por lo demás es un país generoso, abundante de sonrisas, de hospitalidad, banderas, dulces, sabores, emociones, buenos recuerdos.

Las últimas noches en Turquía las pasamos en Rize y Hopa, el clima fresco de la montaña se torna húmedo, caluroso y de la calma rural, que hemos vivido casi todo el país entramos en una autovía de la que no podemos escapar y que recorre toda la costa hasta Georgia. El Mar Negro contiene grandes puertos esparcidos por toda la costa y es un lugar estratégico para el paso de mercancías, con lo que esa frontera que pasa desapercibida asume cada día miles de camiones con sus cargas. El arcén está invadido por una serpiente multicolor a la espera de la aduana.

Georgia, nuevo destino

El día que Pamplona canta el pobre de mí, nosotros cruzábamos diez túneles y en el último hondea una bandera enorme de Turquía para dar paso al país número doce de rumbos, Georgia. A decenas de metros de la frontera turca, un edificio de líneas modernas y con las banderas georgianas movidas por la brisa marina nos recibe. Aunque somos bicis, somos personas, no evitamos la aduana y recorremos pasillos de unas instalaciones que parecen un aeropuerto moderno. Hacemos cola en un caos de personas con maletas, bultos gigantes, carros de la compra y scanners. Soltamos dos palabras en georgiano, nuestra mejor sonrisa y escuchamos el cuño en el pasaporte. “Por favor que no nos hagan desmontar la bici”, pero dos policías nos dan el alto, nos preguntan de donde somos “Spain”, “Ah, España, gracias, Madrid, Barcelona, wellcome to Georgia”. Con esa retahíla de palabras esquivamos un buen rato de chequeos y damos nuestros primeros pasos por la antigua Cólquida donde Jasón robó el vellocino de oro, es más, entramos por un territorio al que llamaban Iberia en la época de los griegos y romanos.

Decenas de casas de cambio, tiendas con artículos playeros colgando, furgonetas que se llenan de gente para ir a las ciudades costeras, alteran esa imagen histórica que me he montado y me bajan a la tierra de golpe. A los pocos kilómetros asoman edificios de más de veinte plantas con vistas al mar. Personas con chancletas, toalla y sombrilla cruzando la carretera entre las que se encuentran mujeres. Hemos dado un giro de 180º de nuevo. Las mezquitas dan paso a iglesias cristianas ortodoxas, el hiyab, shayla, chador o la abaya desaparecen y las chicas lucen sus piernas tatuadas, las uñas pintadas o el biquini para bañarse. Resulta asombroso el contraste de culturas tan cercanas.

Georgia está en auge y se nota en las decenas de edificios que están en construcción. Los coches son de alta gama. El paso fronterizo y el intenso tráfico estresan la entrada a la que le sumamos el calor, un nuevo idioma y conectar con la nueva energía del país. El primer día dormimos en Batumi, mucha gente alquila habitaciones de sus casas, con lo que es una forma barata de viajar por unos 15€ la noche y de entrar en contacto con la cultura local. Lo que está claro es que el caparazón georgiano hay que romperlo, son más serios y tienen destellos postsoviéticos, aunque el 85% de la población sea proeuropea.

Los primeros días seguimos por la costa del Mar Negro sometidos a una humedad que nos exprime. En la segunda etapa pedaleamos bajo la lluvia hasta Kobuleti y llegamos con ganas de quitarnos la ropa mojada y en la puerta de la casa, dos mujeres que no hablan inglés, sólo dicen “Niet”, nos echan de la casa que hemos reservado y nada podemos hacer. El enfado hierve el agua que nos empapa, pero hay que buscar algo y una mujer y su nieta nos ofrecen habitación a doscientos metros. La sensación de desamparo y justo en un día de tormenta no es agradable.

El comienzo en Georgia ha sido algo atropellado y nos proponemos darle la mejor de las energías y la mejor manera es que el sol luzca con toda su vitalidad el día que iniciamos el camino hacia las montañas. Las camisetas mojadas y pegadas al cuerpo por el sudor serán una constante a la que nos acostumbramos. Las carreteras secundarias que escogemos recorren zonas rurales de pastos y bosques. Cientos de perros abandonados ladran a nuestro paso y miles de vacas son parte del asfalto en cada etapa. Los coches las esquivan como el agua a las piedras en el río. Conforme más rural es el camino la granja aumenta y se suman cerdos, ocas, cabras, caballos. Georgia es una mezcla entre país que mira el capitalismo con una economía y estilo de vida agrícola muy fuerte.

La humedad casi tropical implica una vegetación frondosa que abusa e invade todo. Buscar un lugar para acampar se hace difícil ya que las parcelas se suceden una tras otra. Los terrenos contienen un jardín delantero con árboles, una valla, animales rondando en la mayoría y casas generalmente de dos plantas de madera, porche y techo de uralita. El aspecto ajado y descolorido, el tipo de vegetación, el estado del asfalto lleno de agujeros, nos evoca a Cuba. El segundo día google maps marca que una de esas parcelas es un guest house. No hay cartel que lo indique y desde la vaya que parece el lugar, gritamos “Kamarjoba (hola)”, una adolescente camina apática a nuestro encuentro y resolvemos que nos alojarán al precio de siempre. Una noche en pleno campo con el sonido del maíz de su terreno meciéndose al viento, de las gallinas picoteando al lado de las bicis y de la lluvia que cumple su amenaza. Desde el porche de madera contemplamos su plasticidad con la tranquilidad tramposa de sabernos a refugio.

El día que llegamos a Zugdidi aprendemos la lección de que los planes sobre el papel pesan como el hierro, pero la realidad los cambia en un segundo. Un día soleado, con carreteras secundarias rurales plagadas de animales pastando en sus arcenes, paisanos caminando que sonríen a tu paso y un paisaje absorbente hasta que la cadena se engancha en el piñón y Sheila aparece al fondo empujando la bici, “Xabi la he roto del todo”. En el punto en el que desmontamos las alforjas para ver el estropicio sale un señor de su casa que se hace cargo de que la etapa acaba ahí, nos ofrece limpiarnos las manos de grasa y con una llamada aparece Geno, un hombre con su visera y un Opel corsa donde estrujaremos la bici y el equipaje de Sheila hasta Lesichini. Yo pedaleo 14km en una carretera de toboganes sin prestar atención a un día que se presentaba perfecto. Geno no se marcha hasta que no estamos montados en un coche hacia Zugdidi. Es domingo, pero tenemos suerte, al cruzar el puente del río Inguri cruzamos una puerta de chapa a un patio de tierra lleno de bicis desmontadas, ahí Zaza nos apaña el cambio para llegar a una ciudad con recambios.

El esfuerzo de Zaza supone disfrutar de los paisajes más bonitos del viaje rumbo a Mestia en la región de Esvanetia. Subiremos por el valle del río Inguri con parada para dormir en Khaishi en la casa de Laia, que nos cuida como si nos conociéramos de siempre. Desde ahí iremos a la contra del río que desemboca en el Mar Negro, caudaloso, gris y furioso, resuena en el encajonamiento que nos dan las paredes verticales que nos abrazan y dan sombra durante la subida. A ocho kilómetros de Mestia nos separamos del río con el que hemos convivido cuatro días y entramos en una población patrimonio de la Unesco por las torres medievales que conservan las casas y que dan al lugar una esencia histórica. La panorámica es la cordillera del Caúcaso que separa Europa de Asia. A 42km en línea recta contiene el monte más alto de Europa dentro de Rusia, El Elbrús con 5.642msn. Gran final de bloque desde donde os escribo este artículo.