LA FICHA
- Título: ‘Corazón de oro’
- Autora: Luz Gabás
- Género: Novela
- Editorial: Planeta
- Páginas: 560
Diciembre de 1848 llegaba a su fin y el invierno todavía no había envuelto con su gélido abrazo ni las tierras de Pasolobino, en el corazón de las montañas más altas del Pirineo español, ni el ánimo de sus habitantes.
Las cumbres no se habían encasquetado sus gorras blancas y el sol no había atenuado su brillo como cuando pretendía anunciar precipitaciones.
Las vacas, con las ubres cargadas de leche, aún se entretenían por los prados. Pacían las últimas hierbas a las que el cálido otoño había perdonado la vida o, tumbadas plácidamente, observaban, sin dejar de rumiar, el merodeo de los cuervos y el trajín de las gallinas sobre la tierra suelta de los montículos levantados por los topos.
Las familias aprovechaban el buen tiempo para sustituir con calma maderos podridos de las armaduras de los tejados y ajustar las losas de pizarra sobre la tablazón allí donde se formaba una gotera; rejuntaban y encalaban las fachadas de viviendas, bordas y cobertizos; y pintaban los zócalos de patios y escaleras con la arcilla gris del lecho del barranco. Establos, pocilgas y gallineros estaban limpios, porque los animales apenas pasaban dentro unas horas, y bien ventilados, porque no había que cerrar los postigos por la noche para frenar el viento glacial del norte.
Los árboles lucían podados, con los separados muñones donde antes había gruesas ramas en dirección al benévolo cielo; en los leñeros ordenados con paciencia ancestral no cabía ni el palo más fino; los conejos se hartaban de roer hojas de fresno; en los huertos, las coles seguían engordando a la espera del manto de nieve bajo el que hibernar; y todavía aparecía alguna seta por los bosques de pinos.
LA FICHA
Desde hacía semanas, los pajares rebosaban de forraje para alimentar al ganado cuando hubiera de ser estabulado; y las oscuras y húmedas bodegas, de patatas, aceite y vino. En las despensas, donde el dulce aroma de las manzanas se mezclaba con el más intenso de las cebollas, el anís, la canela y el pimentón, se disponían con mimo los tarros de frutos secos, mermelada y licor de frambuesas, las tinajas y vasijas con adobo, manteca, sebo y miel y los sacos de trigo, centeno y judías secas bajo los ganchos de los que colgaban los perniles de cerdo y de vaca y los embutidos de la última matacía.
«Luego faltará el agua», decían los ancianos, que conocían bien las consecuencias de todas las anomalías climatológicas.
«Ojalá aguante sin nevar hasta finales de enero, que el día es más largo», deseaban las mujeres, que otros años para esas mismas fechas tenían las manos maltrechas por los sabañones de tanto lavar ropa o vísceras de animales en la corriente helada del río.
Lorién compartía la inusual serenidad y sosiego de familiares y vecinos de un lugar marcado por el frío y la perenne preocupación por la calidad de las cosechas, la crianza del ganado, la enfermedad y los conflictos políticos más allá del valle que provocaban discusiones tanto o más acaloradas que las surgidas por las lindes de una finca, las envidias o los odios heredados. Tenía, además, un motivo poderoso para sentirse feliz y satisfecho: al día siguiente almorzaría con sus padres en la casa de su prometida para fijar la fecha de la boda y zanjar las últimas cuestiones económicas. Como segundo hijo varón de la familia, no tenía derecho sobre el patrimonio familiar de su casa natal, prácticamente gestionado ya por su hermano mayor, Raymundo, casado hacía dos años; aun así aportaría algún buen predio de dote a la propiedad de su novia, Marot, que era hija única. Podrían vivir ambos con holgura y fundar una familia de dos o tres hijos, según sus cálculos.
Lorién se consideraba un joven fuerte, trabajador, optimista, responsable y previsor, cualidades que, unidas al hecho de pertenecer a una «buena familia», tal y como se entendía en la sociedad en la que vivía — una familia honrada, instruida, de nobles principios y buenos modales, aunque no muy rica—, le habían servido para que los padres de Marot aceptaran el enlace sin dudar. Sus propios padres tampoco podían ocultar su contento porque hubiese conseguido un buen matrimonio. Y a su hermano Raymundo, con quien se llevaba muy bien, le reconfortaba que ambos vivieran en Pasolobino y pudieran ayudarse en caso de necesidad.
A sus veinte años, quizá Lorién fuera un poco joven para dar un paso tan importante, encargarse de una gran heredad y enfrentarse a decisiones y desvelos. Incluso para atarse a una rutina conocida. Su única experiencia en la vida tenía que ver con la tierra y el ganado. No conocía ni el lujo ni la miseria, dos extremos inexistentes en Pasolobino.
Ni siquiera había cumplido con su obligación militar, porque, aunque le había tocado la suerte de soldado en la quinta de ese año, su padre, ante el riesgo de que muriera o regresara lisiado, había hipotecado una finca para pagar a un sustituto.
Algunas veces, cuando escuchaba historias de gente que había podido viajar y ver mundo, Lorién sentía un latido de curiosidad en sus entrañas. Décadas atrás, varios jóvenes del valle se habían enrolado en el ejército y habían participado en las guerras de independencia de las antiguas provincias españolas en América y después en la guerra contra Napoleón. Más de uno había llegado a ocupar un puesto importante en la política regional o incluso nacional, con el consiguiente prestigio para su casa, aunque a costa de perder su relación directa con Pasolobino por culpa de las obligaciones. Sus historias le resultaban admirables e inspiradoras; pero si algo no podría soportar Lorién, por mucho que viajara a lugares exóticos con su imaginación, estimulada por narraciones orales o a través de libros de viajes y hazañas de exploradores y conquistadores que tanto le gustaban, y que había descubierto gracias al maestro de su infancia, sería tener que vivir lejos de aquel paisaje que tan bien conocía y que amaba, donde residían todos sus seres queridos. Una cosa era una estancia más o menos larga en el mundo exterior y otra desligarse para siempre de sus raíces.
Sí, tal vez fuera un poco joven; pero sabía sacudirse las dudas como si fueran molestas pulgas. Y, en cualquier caso, su decisión estaba tomada. En pocos meses se casaría con Marot, de quien estaba enamorado desde que era un adolescente. No podía sentirse más agradecido por su fortuna.
Con el estómago complacido por la opípara cena que su madre había preparado para despedir el año y una sonrisa en el rostro, Lorién enfiló la calle que atravesaba el pueblo de la parte más alta hasta la más baja. Por primera vez desde que tenía memoria recorría en esas fechas el solitario trayecto sin que el calzado se le manchase de barro o nieve sucia de tierra o estiércol. El buen tiempo había alargado la aplicación de la ordenanza municipal que obligaba a los vecinos a barrer su trozo de calle los miércoles y sábados, y era una suerte, pues llevaba las botas nuevas que le había traído su padre de Francia la pasada primavera.
Las trataba como lo que eran: su bien más preciado. De caña alta y piel fina, se le pegaban a la pierna de modo que el pantalón caía por fuera sin engancharse; y las enceraba una vez por semana, aunque solo se las hubiera puesto en otras tres ocasiones importantes en todos esos meses: la misa de la fiesta mayor, en agosto; el funeral de su abuelo paterno, en octubre; y la tarde que, en ausencia de sus padres, Marot lo invitó a su casa. Sonrió al recordar lo difícil que resultó colarse en su dormitorio a escondidas de vecinos y criadas y lo placenteras que fueron las horas que compartieron en el lecho de cuya blandura y calidez pronto disfrutaría todas las noches de su vida.
Hacia la mitad del trayecto, se adentró en el callejón donde estaba la taberna en la que solía juntarse con su cuadrilla.
Iba mentalmente preparado para que bromearan sobre su futuro como hombre casado. Le tocaría escuchar las mismas sentencias que él había dedicado a su hermano mayor y a otros amigos que habían pasado por el altar: «Se acabó la libertad»; «no podrás dar un paso sin rendir cuentas a tu esposa»; «ya verás cuando lleguen los hijos: solo trabajar y trabajar para sacarlos adelante».
SOBRE LA AUTORA
Luz Gabás (Monzón, 1968), licenciada en Filología Inglesa y profesora titular de escuela universitaria, decidió dedicarse a la escritura tras años vinculada a la docencia. Su primera novela, Palmeras en la nieve (2012), se convirtió en un fenómeno de crítica y ventas. La adaptación al cine de la novela supuso un rotundo éxito en taquilla y la película consiguió dos premios Goya.
Con Regreso a tu piel (2014), Como fuego en el hielo (2017) y El latido de la tierra (2019), Luz Gabás se consolidó como una de las grandes autoras de nuestros días.
En 2022, Lejos de Luisiana, una novela magistral sobre la apasionante aventura de España en el corazón de Norteamérica, fue galardonada con el Premio Planeta.
Por lo vacío que estaba el pueblo y por el ruido de risas y voces fuertes que llegaban desde la taberna dedujo que era de los últimos en sumarse a la jarana. Taponaba la entrada al local un pequeño grupo, formado por tres o cuatro soldados del castillo militar, emplazado a una legua del pueblo, que conversaban animadamente con los alguaciles del Ayuntamiento y con dos jóvenes guardias civiles ante la puerta abierta.
Lorién logró acceder a un cuarto no más grande que la sala de su casa y que apestaba a vino, humedad, humo de velas, tabaco y sudor. Miró hacia arriba por costumbre: en ningún otro sitio que conociera, ni en las cuadras más abandonadas, había visto las ristras de telarañas que colgaban como cortinajes raídos entre las carcomidas vigas que artesonaban el techo. Saludó al grueso tabernero que, sofocado, llenaba de vino dos jarras de barro a las que colocó luego sendas tapas de madera; las puso en una tabla sobre caballetes que separaba los toneles de los clientes, se quitó el lápiz de detrás de la oreja, anotó el pedido en un papel que guardaba en el bolsillo del mandil y procedió a rellenar otras dos jarras. El hombre no daba abasto, de tanta concurrencia y de la rapidez con la que los jóvenes bebían.
El muchacho llegó hasta sus amigos, repartidos entre un banco de madera y varios taburetes alrededor de una mesa. Se quitó el gabán y aceptó un vaso de vino. Aunque lo jalearon para que se lo tomara de un trago si quería ponerse al mismo nivel de ebriedad que ellos, apenas tomó unos sorbos. Apreciaba el sabor, pero no solía abusar del vino porque no le gustaba la sensación de embotamiento.
De todos los jóvenes, su primo Miguel, hijo mayor de la hermana de su madre, casi tan alto como él pero más delgado, y con el mismo cabello oscuro de esa rama de la familia, era el que estaba más bebido.
Miguel se llevó el índice de la mano derecha hasta su rostro con intención de pedir silencio, pero el dedo acabó en el puente de la nariz.
—¿Alguno habéis visto a Lorién borracho alguna vez?
— preguntó con voz pastosa—. Yo, no. — Bajó el tono como si confesase un gran secreto—. No le gusta perder el control. — Se dirigió directamente a su primo—: Pues insisto en que, para conocer la verdadera naturaleza de un hombre, hay que verlo con una curda al menos una vez en la vida.
—Tú, desde luego, no engañas — dijo Lorién, y los demás, incluido el aludido, corearon la broma con carcajadas.