Gravísimo - Fue una ironía -casi un sarcasmo- del destino que Pedro Sánchez y Pere Aragonès tuvieran programado un encuentro en Barcelona justo el día después de que se confirmara que el CNI había espiado al president de la Generalitat. Para la víctima del atropello de su intimidad tuvo que ser un ejercicio de contención budista no arrancarse a cagüentales en cuanto tuvo enfrente al superior jerárquico de quienes estuvieron husmeando en su móvil no se sabe durante cuánto tiempo. Es cierto, como no podía ser de otro modo, que Aragonès no ocultó su enfado en las declaraciones, mientras su antagonista tragaba quina con cara de poker a su lado. Con todo, esas palabras son un desahogo ínfimo al lado de la extrema gravedad de los hechos. Porque puede que a fuerza de oír hablar del asunto desayuno, comida y cena, estemos empezando a tomar como algo natural la vigilancia intrusiva del considerado adversario (¿o enemigo?) político. Pero no deberíamos dejar que la costumbre y la reiteración nos anestesien: estamos ante un escándalo de proporciones siderales.

No hay excusa - Siendo así, me pasma encontrarme en los titulares que Pedro Sánchez “ha aceptado” (como si fuera una concesión) una reunión con el president para “resolver la situación”. En otros enunciados se utilizan los verbos arreglar, reconducir o recomponer. Me pregunto si tales cosas son posibles a la vista de la inmensidad de la ofensa. El espionaje a la primera autoridad de Catalunya a cargo de los servicios de inteligencia del Estado español, con o sin autorización judicial (peor todavía que sea con respaldo togado) no se puede despachar con unas palmaditas en la espalda. Ni siquiera bastarán las explicaciones, simple y llanamente, porque es imposible que se pueda justificar una acción tan miserable. Sánchez no puede ofrecer a Aragonès ningún argumento convincente. O quizá sí. Queda uno terrorífico: que él no tuviera ni la menor idea del espionaje.

Sin remedio - Eso supondría reconocer la existencia de personajes incontrolados dentro del propio CNI que no solo actúan por su cuenta, sino que tienen como objetivo minar al propio gobierno español. Tal cosa no se puede decir en público y ni siquiera parece que se pueda confiar en privado al dirigente que ha sido espiado. Así que estamos ante un problema de muy difícil solución, y no solo por la parte ofensora. La ofendida, en este caso, la Generalitat, no puede dejar pasar como si tal cosa un ataque tan grave como el que ha sufrido. Es imposible restablecer la confianza hacia quien lo ha ordenado o, como poco, tolerado por omisión.