El dolor se ha convertido en el pan mío de cada día. No suele pasar un día de la semana en el que, sobre las 6.00 de la mañana, delante de una taza de café, enciendo el televisor y presencio en la pantalla escenas de violencia inaudible mientras sigo con mi taza de café. Escenas de guerra y refugiados que no han sobrevivido, noticias de pandemias y crisis medioambientales se han convertido en algo habitual y siguen perturbándome sin alterarme irremediablemente. Es como si me hubiera acostumbrado a masticar el dolor y metabolizarlo rápidamente para estar listo y para darme un atracón al día siguiente.

Pero, si esto es posible, es sólo gracias a que entre mí y el dolor ajeno, escenificado por los cacareados telediarios, hay una distancia tan consistente, una pantalla tan gruesa, que me permite sentir una especie de compasión efímera. Una compasión que ciertamente hace mi taza de café matinal un poco más amargo o, en algunos casos, imbebible, que me hace estremecer en mi asiento o me inquieta pero sólo lo suficiente como para esperar el final o para cambiar de sala o, mejor aún, de cadena. Ninguna compasión, en definitiva, capaz de penetrar en mí tan radicalmente como para provocar un cambio real, como suele sucederme cuando el sufrimiento me afecta personalmente.

Y pensaba yo que estar físicamente alejado del sufrimiento ajeno convierte al espectador en víctima de un sentimiento de impotencia que, en la mayoría de los casos, conduce al abandono de las propias responsabilidades y hace insostenible la posibilidad de intervenir en contextos tan distantes y diferentes (“no podemos hacer nada al respecto” es la frase más emblemática de la actitud adoptada). El dilema de la acción más adecuada a emprender parece tan insalvable que se abandona de inmediato, lo que suele conducir antes o después a la crisis de la intervención humanitaria.

Quizá es que la distancia física sea una causa principal de la falta de responsabilidad del ser humano ante el sufrimiento de sus semejantes, ya que, al estar físicamente alejado y distante, impide ver y, por tanto, actuar humanitariamente. Llegados a este punto, sin embargo, si la distancia representa realmente un factor disuasorio para la acción, me pregunto si existe algún modo de evitar convertirme en espectador pasivo tan acostumbrado a la escenificación cotidiana del mal como para quedar anestesiado con respecto al sufrimiento de individuos alejados, distantes.

Hay quien habla de crear como una especie “política de la compasión” concibiendo ésta como un sentimiento que orbita alrededor de la esfera de la racionalidad. De tal manera que ayude a crear una reflexión que sea capaz de estimular un compromiso. Para que el espectador sienta en sí mismo la necesidad de hacer algo, es imprescindible partir de un mecanismo de implicación emocional que le permita ponerse en la piel del infeliz y, posteriormente, estructurar el sentimiento de compasión en forma de política de compromiso y de actuación. De otro modo, el espectáculo del dolor a distancia no generará formas de responsabilidad que desemboquen en un compromiso afectivo y efectivo, concreto y real.

Pero creo que es necesario que alguien me ayude a curarme (¿o nos ayude a curarnos?) de un sentido de indiferencia, de un clima de impotencia, de quien corre el riesgo de hacer dejación y abandonar la obligación moral del detenerse y ayudar.

Acabo con una cita del pensador y sociólogo Luc Boltanski en su libro La souffrance à distance: “El espectáculo del sufrimiento, incongruente cuando es contemplado a distancia por personas que no sufren, y el malestar que este espectáculo no deja de generar (tan evidente hoy en día cuando todo el mundo, durante su cena, ve desfilar ante sus ojos, en su casa, cuerpos famélicos o masacrados) no es, sin embargo, la consecuencia técnica de los medios de comunicación actuales, aunque la multiplicación de los medios y su poder permitan que la miseria penetre en la intimidad de los hogares felices con una eficacia nunca igualada en el pasado”.