Yoshito Matsushige era periodista cuando cayó la bomba atómica de Estados Unidos sobre Hiroshima el 6 de agosto de 1945. El país norteamericano venía ensayando con la energía nuclear desde la primavera y buscó un banco de pruebas para testar su poder destructivo, que desató en primer lugar sobre esta localidad nipona. Matsushige acudió con su cámara de fotos. Y solo pudo hacer dos. Ante sus ojos se desataba el infierno en la tierra, una mujer con un niño calcinado que aún seguía llorando en sus brazos, y otro conjunto de personas mostraba quemaduras de extrema gravedad y se retorcía entre dolores inimaginables. Estas dos fotos son solo una parte de la dura y sobrecogedora muestra del Museo Memorial de la Paz de Hiroshima, que ha recorrido este domingo el lehendakari. Recoge este sufrimiento para que no se repita, y al mismo tiempo quiere arrojar una mirada de esperanza y recuperación con el simbolismo de la grulla.

La exposición comienza con un reloj de la paz, que recuenta los 28.559 días desde el lanzamiento de la bomba, y los 759 desde el último test nuclear. El museo se sitúa cerca del epicentro de la deflagración, que se produjo a 600 metros del suelo y a las 8.15 horas de la mañana, en un día muy soleado. Las llamas lo arrasaron todo en un diámetro de 2 kilómetros (Hiroshima tenía 5 en total), y solo sobrevivieron algunas construcciones de metal, incluido el domo, la cúpula del banco que se sigue preservando tal y como estaba entonces, con el esqueleto al descubierto por la bomba.

Aquel día, 8.000 estudiantes se encontraban trabajando al aire libre ayudando al Ejército japonés, que en aquel momento se encontraba inmerso en una ofensiva imperialista. Estos niños y también niñas ayudaban a destruir varios edificios de madera para que quedaran más espacios libres entre las viviendas y, en caso de que hubiera un incendio, no se propagara con tanta facilidad. Por tanto, 8.000 niños se encontraban trabajando en plena calle. Y la bomba asesinó de una sola tacada a 6.000 de ellos. En el museo se muestra a 22 de ellos, de entre 12 y 15 años de edad. Los que se encontraban estudiando no corrieron mejor suerte. En una de las escuelas, de los cursos de quinto y sexto solo sobrevivió una única niña. Aquí emerge otro drama, porque en muchos casos se extendió la culpa del superviviente, las personas que lograron salvar la vida pero que viven con remordimientos por no haber podido rescatar a otras víctimas de entre los escombros.

Beber veneno

El mismo año de la bomba, fallecieron 140.000 personas del total de 350.000 de Hiroshima. La mayoría murió tan solo unos días después por los efectos de las quemaduras. De hecho, en la muestra se relata cómo los heridos se arrojaban al río a la desesperada. Otros, acuciados por una sed insoportable, abrían sus bocas mirando al cielo para beberse el agua de la lluvia, que era puro veneno por la radiación: era la llamada lluvia negra, de la que se recoge en la muestra un reguero oscuro como la tinta en la fachada de una casa. El Gobierno japonés reconoce como víctimas a los afectados por la lluvia negra y a las personas que trabajaron en las labores de rescate hasta dos semanas después.

Las grullas de Sadako

Esta cifra de 140.000 no tiene en cuenta los fallecidos que llegarían años después por las enfermedades a consecuencia de la radiación o las malformaciones de los fetos. El caso más emblemático es el de Sadako Sasaki, que sobrevivió a la bomba cuando tenía dos años de edad, y diez años después contrajo leucemia. Sadako hizo grullas de origami, de papiroflexia, una tradición japonesa para recuperarse. Murió a los ocho meses, pero se convirtió en un símbolo. Sus compañeros hicieron una colecta para levantar la estatua a los niños de la bomba atómica en el parque conmemorativo en 1958. A día de hoy siguen llegando miles de grullas a Hiroshima que adornan la estatua.

Otro rostro conocido en Japón es el de Yukiko Fujii, de la que se conserva en el museo una foto de pequeña, cuando sufrió serias heridas, y otra con 20 años, ya exultante. Llegó a tener un hijo, pero desarrolló cáncer por radiación y murió con 42 años. Su hijo fue quien identificó que la foto de la niña pertenecía a su madre.

El museo enseña también el triciclo del niño Shinichi Tetsutani, que murió a los tres años cuando montaba en su juguete. Su padre, desolado, lo enterró en el jardín con su triciclo para que pudiera seguir jugando en la otra vida. Posteriormente, lo donó al museo. Muchas de las víctimas ni siquiera han podido identificarse y han sido incineradas.

Imagen del triciclo del niño Shinichi Tetsutani. Hiroshima Peace Memorial Museum

Las pruebas de Estados Unidos

Tras esta dura muestra, el museo da paso a un halo de esperanza con fotos más alentadoras, como el caso de una pareja que perdió a su primer hijo y tuvo otro. Otra parte del memorial indaga en el proyecto Manhattan de desarrollo de la bomba atómica, donde Estados Unidos estudió dónde probar su arma buscando que tuviera una topografía que facilitara la propagación de la radiación, que no hubiera recibido ningún otro bombardeo y que tuviera más de 30 millas de diámetro.

En el macabro bombo de Estados Unidos entraron Hiroshima, Nagasaki, Kokura y Yokohama. El primer ataque lo sufrió Hiroshima, y el segundo iba a caer en Kokura, pero la mala visibilidad provocó que el avión se desviara a Nagasaki, donde se produjeron 70.000 muertos. Urkullu culminó la visita regalando una maqueta del Árbol de Gernika, que también sufrió un ataque contra su población civil.