Ernst pensó que Pío Baroja tenía un poco de razón cuando dijo aquello de que la jota era la brutalidad hecha canción. Por lo menos, así se lo pareció en aquel instante en el que su cabeza amenazaba con explotar. 

Sin embargo, no se movió. Seguía pensando que el paseo Sarasate era un lugar perfecto para mimetizarse con el ambiente aquel día que el programa festivo lo dedicaba a la jota. “La gran novedad de este año”, rezaban los titulares.

También pensaba que merecía un pequeño descanso. Desde que había despertado maniatado en aquel bar cerrado al público, todo había sido una sucesión de acontecimientos que aún le tenían aturdido y agotado. Descubrir la traición de Irati, soportar la sarcástica voz del señor Lobo parapetada en la careta de cartón con los rasgos de Harvey Keitel, sentirse humillado… Todo había contribuido a que no pensara demasiado lo que hacía y que simplemente actuara; que se levantara rápidamente de su silla, la blandiera en sus manos, se abalanzara sobre su raptor y la estrellara contra su cabeza. Aquel ser miserable se desplomó, cual fardo, y perdió el sentido.

—Pero, ¿qué has hecho? ¿Estás loco? ¡Irán a por nuestras familias!

—¡Calla! —respondió cortante y enfadado a Irati—. Solo lo harán si robamos el cuadro. Lo que hagamos con este, les trae sin cuidado.

A continuación, con la misma cinta americana que aquel utilizara horas antes para inmovilizarle, lo ató. 

Libre ya de amenazas, intentó maquinar un plan. Pero no resultaba fácil. Estaba cansado y se sentía defraudado. Un robo que nunca fue robo; un cuadro que solo era una copia; y una mujer que se había desenmascarado de la peor manera posible. Aquello era demasiado.

¡Y pensar que cuando él aceptó aquel encargo lo único que buscaba era recuperar a Irati! Ahora, sin embargo, solo quería que todo acabara. Perderla de vista para siempre; olvidar aquel asunto y a aquel marqués de San Adrián que en mala hora había pintado Goya.

Comprobó entonces que el señor Lobo comenzaba a moverse.

—Irati ¿te queda algo de la burundanga esa que echaste a mi kalimotxo? ¿O la gastaste toda cuando me drogaste y dejaste que este malnacido me secuestrara?

—Algo queda—respondió ella avergonzada, dirigiendo la mirada al suelo.

Quisiera volverme hiedra JOTA JOTA

—Mézclala con algo de líquido, anda, que ese va a despertar con sed y nos vendrá bien tenerle fuera de combate.

—¿Me vas a contar lo que estás pensando? 

—¿Para qué? ¿Para que me vuelvas a vender al mejor postor?

—Yo no quería…

Y Ernst comprobó cómo las lágrimas recorrían aquel rostro tan amado. La compasión hizo un amago de adentrarse en su ánimo, pero reaccionó rápido y le impidió la entrada. 

La miró con tristeza, con decepción. 

—No me castigues más, por favor —suplicó ella—. Ya te he pedido perdón. No tuve más remedio. Temí por mi familia. ¿Tú qué hubieras hecho?

—No tengo ni idea, pero hacerte daño conscientemente, nunca.

Ella calló. También él. Y así hubiesen permanecido, si Irati no hubiese roto el silencio.

—Oye, ¿qué te parece si hablamos de esto más adelante y ahora somos prácticos y pensamos qué hacer?

Ernst quiso sentirse ofendido. Trató de escuchar en aquellas palabras la banalización de una traición. Pero no pudo. En el fondo sabía que ella tenía razón. Por eso le dijo lo que tenía en mente.

—Está bien. Vamos a entrar de nuevo en el museo.

—¿¿Otra vez?? ¡Pero si ya hemos estado allí dos veces! Toc-toc, ¿recuerdas? 

—Lo sé. Pero no hay dos sin tres. 

—¿Qué piensas hacer?

⸺Cuando mañana abran el museo a las once de la mañana, los medios estarán esperando para descubrir lo que hay frente al Retrato del Marqués de San Adrián. Allí encontrarán al tipo este sentado en el suelo y un gran letrero que cubrirá el cuadro. En él escribiremos nuestro manifiesto. De esta manera cumpliremos todos nuestros objetivos —comenzó a enumerar valiéndose de los dedos, como el bebé que aprende a contar—. Uno, no robaremos ningún cuadro, así que nuestra familia no estará en peligro. Dos, nos libraremos del malo —señaló al señor Lobo—. Y tres, conseguimos repercusión en los medios.

—¿Y cómo piensas avisar a los medios? ¿Y dónde vas a conseguir papel para escribir el manifiesto? ¿Y qué vas a escribir en él?

Ernst no pudo evitar una carcajada. 

—¡Cómo me alegra que me hagas esas preguntas! Porque eso quiere decir que esa cabecita de ingeniera electrónica tuya ya sabe cómo burlar las medidas de seguridad del edificio para colarnos dentro.

Ella le miró de ese modo en el que solo ella sabía hacerlo: juguetona, pícara e inteligente. 

—Venga, ayúdame a buscar manteles de papel —le pidió Ernst—. Los utilizaremos de soporte donde escribir nuestro manifiesto. Y rotuladores.

No tuvieron que revolver mucho aquel bar para encontrar lo que buscaban. Pronto comenzaron a escribir.

“Dejen de hablar y hagan algo para salvar nuestro planeta. No esperemos milagros, solo acciones.

*A quien corresponda: aquí tienen a su hombre. No hemos robado el cuadro. Dejen a nuestras familias en paz”.

Después, siguieron el plan como habían previsto y lo aderezaron con una nueva dosis de burundanga para asegurarse de que el cuerpo que trasladaban apoyado en sus hombros no despertara. “Menudo pedo lleva el colega, ¿no?”, les decían sombras de la noche no mucho más sobrias. 

Irati se encargó de la entrada al museo, mientras Ernst asaltaba a profesionales acreditados con el carné de prensa que encontraba a su paso y los convocaba a un acto disfrazado de oficialidad para el día siguiente en el Museo de Navarra.

A las once en punto de la mañana del día 12, la acción de Irati y Ernst se conoció en el mundo entero. Para entonces, ellos ya se habían separado. La prudencia les aconsejaba que no se dejaran ver juntos. 

Y después, Ernst se sentó en una de aquellas sillas de Sarasate, mezclándose con el público entusiasta de las jotas. Allí, mientras alguien sobre el escenario aseguraba que “quisiera volverme hiedra”, descubrió el rostro del policía foral Iban Barros que le sonreía. Y cuando le apartó la mirada para mirar al frente, se topó con la careta de cartón de Harvey Keitel que le observaba.

Continuará... Mañana: 

13 de julio. La oscuridad 

(*) hoy escribe... Bakarne Atxukarro. Irún, 1974. Periodista. Escribe en euskera y castellano, para niños, para jóvenes y para adultos. Entre sus muchas publicaciones, Cuentos de Mitología Vasca para niños, Gizalabak o El café de los miércoles.

Resumen de lo publicado

Siguen las complicaciones para Irati y Ernst, activistas ambientales que pretendían robar el Retrato del Marqués de San Adrián de Goya del Museo de Navarra. Además de ser descubiertos por la Policía Foral, de la que han salido huyendo, han caído en manos de un siniestro sujeto camuflado con una careta de Harvey Keitel que se hace llamar señor Lobo. Irati ha sido obligada a traicionar a sus compañeros y trabajar para una oscura organización mediante amenazas a su familia que, ahora, se hacen extensivas a Ernst para que desistan de robar el cuadro a fin de evitar que se descubra que es una falsificación.