Ernst estaba tan ensordecido por el ruido de los bombos, los platillos, los pitos, las cacerolas del Struendo, tan enfrascado en caminar estrechamente abrazado a Irati que no fue consciente de lo que le había sucedido hasta que recobró el sentido. No recordaba nada. Tenía la boca seca y las manos y los pies atados con cinta adhesiva y sujetos a una silla. Intentó moverse, sus músculos no respondían. 

—Bien, bien, ya despierta el bello durmiente —dijo una sarcástica y profunda voz masculina. Un segundo después su propietario se sentaba al otro lado de la mesa que tenía delante. Estaban en un bar, cerrado y desierto. Se oía el lejano rumor de la gente por la calle. 

—¿Quién es usted?—preguntó, atemorizado y confuso.

—Puedes llamarme señor Lobo. Soluciono problemas. —El hombre que se había sentado frente a Ernst iba vestido de blanco, pañuelo y faja rojos, pero no podía verle la cara porque la llevaba cubierta por una máscara de cartón con los rasgos de Harvey Keitel—. No quieras saber para quién trabajo; ni siquiera nosotros queremos saberlo.

—¿Nosotros?—Ernst miró a su alrededor, buscando otras personas en el bar. Había alguien más a sus espaldas cuya voz reconoció perfectamente.

—Lo siento, cariño, igual me he pasado un poco con la dosis de burundanga en el calimocho.

—¿Irati?—Ernst casi volvió a perder el sentido por la conmoción. Irati apareció en su campo visual con una compasiva y triste sonrisa—. ¿Qué está pasando?

—Me temo que tu compañera no ha sido del todo sincera contigo —dijo el hombre que se hacía llamar señor Lobo—. No la culpes, el deber es el deber.

—Irati, por favor, dime, ¿de qué va todo esto? —gimió Ernst.

—Te lo diré yo —cortó el señor Lobo—. Tu querida Irati no solo trabaja para Greenfreedom, desde hace unos días también para… no hace falta que sepas el nombre. Casi nadie lo sabe. Digamos que es una empresa de servicios a la que suelen recurrir los que limpian las cloacas de quienes limpian las cloacas de ciertas organizaciones, públicas y privadas, muy discretas.

—Irati, ¿es eso verdad? —Ernst estaba estupefacto. Dirigió una mirada suplicante a Irati, que escuchaba muy seria al señor Lobo.

Ilustración: J.J. Aós Por Miguel Izu (*)

—Lo siento, Ernst. Yo no quería… pero no tuve más remedio. Amenazaron con hacer daño a mi familia, a mis padres.

—En fin, Ernst, dejemos los asuntos personales para otro momento —interrumpió el señor Lobo—. Tenemos cosas que hacer. Falta poco para el encierro. No te preocupes, te vamos a tratar bien, hasta te vamos a dar un chocolate con churros. Pero tú también te vas a portar muy bien, porque, igual que Irati, no quieres que le pase nada malo a tu familia. ¿Verdad que no? Quieres mucho a tu madre. Y a tu hermana Mary, incluso a tu cuñado, Peter. Y, sobre todo, a tus sobrinitas, Alice y Nancy. Quieres volver a verlas sanas y felices en su preciosa casita de Wellington Street, Alberton, South Australia.

Ernst asintió, aterrado. Aquel tipo parecía saberlo todo sobre él.

—Así me gusta. Irati, si quieres puedes soltar ya a tu amorcito. Estoy seguro de que no va a darnos ningún problema.

Irati cogió un cuchillo de encima de la barra y cortó la cinta, liberando los brazos y piernas de Ernst. Este se apoyó en la mesa, pero no se decidió a ponerse en pie. Se sentía pesado y mareado.

—Después del encierro, cuando las calles estén transitables, nos iremos a un lugar seguro. No podéis volver al Hotel Maisonnave, la Policía Foral os busca. Iremos a un precioso piso aquí cerca, en la calle Estafeta. Un sitio histórico, cuentan que Ava Gardner se alojaba en él cuando venía a los sanfermines con Hemingway, y sus dueños lo alquilan diciendo que se conserva tal cual estaba en aquellos tiempos, incluso con la misma cama donde, dicen, se montó un ménage à trois con Luis Miguel Dominguín y Antonio Ordóñez. Aunque supongo que habrán cambiado las sábanas.

El señor Lobo se rio con estrépito detrás de su careta. A Ernst e Irati el chiste no les produjo ninguna hilaridad.

—En el piso de Ava Gardner esperaréis hasta mañana por la tarde, hasta que se aproxime la hora de la corrida de toros, para realizar esa acción de propaganda que os trajo a Pamplona.

—¿La pintura de Goya?— preguntó Ernst.

—No, nada de Goya— replicó el señor Lobo— Irati, explícaselo.

—No podemos robar la pintura de Goya —dijo ella, con un suspiro de resignación—. Nos lo prohíben, por eso estamos aquí. Tenemos que sustituirla por otra acción y decir a nuestros compañeros de Greenfreedom que fue imposible entrar en el museo.

—Pero, ¿por qué?—preguntó, muy confundido, Ernst.

—Quieres saber demasiado, amigo. Pero, mira, estás de suerte, me coges en un día bueno, te lo voy a explicar porque sé que vas a ser muy, muy discreto y no se lo vas a contar a nadie. ¿Verdad? —Ernst asintió y el señor Lobo continuó—. No nos interesa nada que robéis el cuadro de Goya, ni que lo intentéis, y mucho menos que tengáis la loca idea de devolverlo si os hacen caso en ese descabellado plan de salvar el mundo. Todo eso es muy peligroso, podría llevar a un examen pericial del cuadro para ver si ha sufrido daños, o si se ha devuelto el auténtico, y se descubriría que el retrato que está en el Museo de Navarra es falso.

—¿Falso?

—Más falso que la esmeralda colombiana de Roncesvalles que trajo Sancho el Fuerte de la batalla de las Navas de Tolosa. El vigésimo segundo marqués de San Adrián, que en 1953 vendió a la Diputación Foral el retrato de su antepasado, hizo un buen negocio. Vendió una copia, una buena copia pero solo una copia, a la Diputación, y la obra auténtica a un millonario yanqui que la tiene a buen recaudo en su palacio gótico de California, trasladado piedra a piedra desde un pueblo de Palencia. En fin, el marqués era bastante crápula, incluso dicen que tuvo un rollo con Ava Gardner… Pero, claro, en aquella época todo el mundo contaba que le había echado un polvo a la Gardner.

El señor Lobo volvió a reír ruidosamente.

—Bueno, olvidemos esas viejas historias y vamos a lo práctico. Irati, prepara el chocolate y luego haremos planes.

Continuará... Mañana:

12 de julio. Quisiera volverme hiedra

Resumen de lo publicado

Los planes de Irati y Ernst, activistas de Greenfreedom, de robar durante los sanfermines el Retrato del Marqués de San Adrián del Museo de Navarra para exigir de los políticos medidas contundentes contra la destrucción del planeta, no deja de encontrar dificultades. No es la menor que entre ellos haya resurgido el amor, o al menos el sexo, que les distrae de la misión. Además, han sido descubiertos por la Policía Foral, de la que han tenido que salir huyendo para camuflarse entre los participantes en el Struendo de Iruña.

(*) hoy escribe...

Miguel Izu. Pamplona, 1960. Funcionario jubilado. Experto en Sanferminología. Entre otras obras ha publicado Sexo en sanfermines y otros mitos festivos, Hemingway y los sanfermines y La habitación de Vanderford.