Eran las siete en punto de la tarde del 5 de julio de 2022 cuando un chico y una chica abandonaban el Museo de Navarra por su entrada principal. Se despidieron del vigilante que estaba a punto de cerrar y pusieron rumbo al Lanbroa.

Esas puertas no volverían a abrirse hasta el viernes 8 a las once de la mañana. Para entonces la fiesta —la mejor fiesta del mundo, la que nos pone el corazón a cien a todos los pamploneses, la que nos recuerda que es aquí donde pasamos las mejores horas de nuestras vidas— habría estallado.

Pero eso, que ya es mucho, no sería lo único que hubiera sucedido.

Mientras les servían, Irati y Ernst ocultaron bajo sus chaquetas la camiseta en la que lucían el rótulo Mantenimientos Okolin que les había franqueado la entrada al museo. Tampoco hacía falta llamar la atención y nunca se sabe si en algún lugar hay ojos que se fijan en cualquier detalle.

—Ya tenía ganas de acabar —dijo Ernst—, te confesaré que no podía con los nervios.

Confesión que acompañó con un gran suspiro, aunque Irati no las tenía todas consigo y pensó que a su compañero no se le habían pasado ni la tensión, ni las dudas.

El tiempo previsto les había sobrado. Irati era una ingeniera electrónica experta capaz de hacer magia con cualquier aparato alimentado por electricidad.

Con la excusa de revisar el sistema de alarmas, no solo las había desactivado sino que había instalado un dispositivo con una batería que mantendría las luces verdes —las que indican que el sistema funciona— permanentemente encendidas. También habían podido dejar abierta una de las puertas de cristal que da a un patio exterior. Abierta pero entornada, para que nadie se diera cuenta. Y habían visto, junto al muro de la fachada este, el que da al Archivo, una argolla que les vendría de perlas para pasar por ella una cuerda.

Cerveza en mano, Irati repasó el plan que, por lo visto, Ernst no veía tan claro. De vez en cuando bajaba la voz por si alguien estaba a la escucha.

Ilustración: J.J. Aós Por Jokin Azketa (*)

—Mira, mañana al atardecer, cuando el sol se esté hundiendo detrás de Sarbil, treparemos por el muro norte desde el paseo que va hasta el ascensor de Descalzos. A esa hora nadie va a fijarse y nos colaremos por la puerta que hemos dejado abierta. Tranquilamente escondidos, esperaremos a que den las diez… Y con el sonido de un cornetín, sentiremos el silencio rompiéndose entre las pezuñas que retumban en el asfalto y los cencerros de los mansos que abren paso y guían a sus hermanos en medio de un sonido ancestral. Toros que corren atravesando la noche, rozándose unos a otros las costillas, muertos de miedo ante lo desconocido, puede que añorando la luz de su dehesa gaditana, o soñando nostálgicos con el viejo uro que fue pintado en las paredes de las cuevas hace miles de años. El encierrillo, una carrera de sombras, nos acunará desde la oscuridad y los corrales de Santo Domingo verán llegar al ganado de Núñez del Cuvillo tras dos años interminables.

»Después, con un extremo cuidado, desprenderemos el lienzo del marco para poder aposentar al pobre marqués de San Adrián, incómodo por la postura, en un tubo portaplanos. En su lugar, colocaremos la foto de un paisaje devastado, un gran desierto en el centro y en los laterales, árboles calcinados que aún humean y una gran masa de hielo derritiéndose. A sus pies, dejaremos el sobre en papel reciclado que guarda nuestro manifiesto.

»Amanecerá a las seis y media, pero una hora antes será el momento perfecto para nuestra representación. Una calle aún oscura pero llena de gente, trasnochadores los más, y madrugadores buscando un buen sitio para el primer encierro, los menos. Montaremos el rappel desde la argolla que habíamos localizado para salvar el muro que da al viejo portal de la Rochapea. No creo que llegue a los veinte metros pero por si acaso, usaremos cuerda de cincuenta.

»Yo me pondré el portaplanos en bandolera, si me cedes ese honor, y nos vestiremos con el equipo que trajimos en la mochila: capas con fondo rojo y bordados en oro, como el manto del Santo y una mitra —perfectamente imitada— y cuidadosamente medida para que encaje sobre nuestros cascos blancos. A partir de este momento se acabaron la discreción y el silencio, cuantos más nos vean mejor y más inadvertidos pasaremos.

»Te pediré que desciendas primero, no quiero perderme el momento en el que tu figura convertida en la del Santo se deslice por la cuerda a la luz de la luna creciente, ni las caras de los que poco a poco, vayan fijándose desde el suelo en lo que sucede. Reaccionarán enseguida —les conozco— y para cuando yo descienda, ya entonarán por segunda vez

A San Fermín pedimos

por ser nuestro patrón

nos guíe en el encierro

dándonos su bendición.

»Se arremolinarán para abrazarnos, pero nos escabulliremos apresurados, dejándoles con los mantos y las mitras que todos querrán ponerse como si celebrasen un milagro. Podíamos haber disfrutado unos instantes más de la gloria, pero tal vez alguna, o varias cámaras, nos estén filmando. Después, Ernst, ya sabes, cuando el día 8 den la alarma y llegue la policía, quien abra el sobre leerá desconcertado nuestras condiciones:

Dejen de hablar y hagan de una vez algo los que tienen poder y los que no.

La Tierra se acaba y no habrá milagros que la salven.

Vamos a incautarnos de la belleza de los cuadros como garantía y no vamos a detenernos. Vigilen La rendición de Breda, vigilen Las meninas… Si no hay mundo, no hay arte. Recuérdenlo.

Ernst dio un trago profundo a su cerveza, se le estaba quedando la boca seca.

—También podríamos haber secuestrado la cabezota de Mr. Hemingway de su pedestal para llamar la atención de los yanquis sobre el cambio climático.

—No, Ernst, no necesitamos la cabeza dura de un escritor, sino la belleza. El arte es lo único que puede salvarnos.

—Tú, Irati, lo tienes claro pero, ¿Qué pasa si algo altera los planes y este guion no se cumple? Es más ¿Incluso si nada sucede de esta manera? ¿Cómo queda entonces todo? ¿Quién llamará la atención acerca de la crisis climática? Y además ¿Cómo continuarán las fiestas? l

Continuará... Mañana:

6 de julio. Los amigos australianos

Historia de un reto

Diez escritores son tentados, con una exorbitante cantidad de dinero que les permitirá pagar el recibo de la luz el resto del año, a tomar parte en un difícil desafío literario. Deben escribir un relato encadenado, cada autor prosigue la narración donde la deja el anterior, que transcurra durante los sanfermines y en el cual se revelen al lector todas las claves para entenderlos y disfrutarlos. Los personajes han de ser ficticios pero los hechos reales. O viceversa, nadie lo ha entendido muy bien. ¿Conseguirán estos juntaletras superar el reto? Probablemente no, piensan en sus casas.

(*) hoy escribe... Jokin Azketa. Vinculado profesionalmente a la montaña y los viajes, es autor de varias novelas donde refleja esa pasión: Donde viven los dioses menores, Lo que la nieve esconde, El tiempo del vacío y La vida en la punta de los dedos.