Resumen de lo publicado. El plan de los activistas ambientales Irati y Ernst, “incautar” el Retrato del Marqués de San Adrián de Goya como acción propagandística para exigir medidas que salven la Tierra, ha sido detectado por dos agentes de la Policía Foral que los siguen de cerca y que se fingen franceses para trabar amistad con ellos. Ernst descubre accidentalmente que son policías y, para deshacerse de ellos, adopta la desesperada medida de provocar una falsa alarma sobre toros huidos del encierro que produce una avalancha de aterrados espectadores hacia el Museo de Navarra.

(*) hoy escribe... Carlos Ollo Razquin. Pamplona, 1972. Profesor, experto en neurorrehabilitación, afrancesado y traductor. Ha publicado cuatro novelas: El cuaderno húngaro, ¿Quién con fuego?, A la luz del vino y Mortaja de barro. NO TE PIERDAS EL RELATO ANTERIOR.

¿Quién dijo que el ecologismo está reñido con la violencia? Ernst se volvió aprovechando el follón y el desconcierto provocado por la gente que había entrado en el museo huyendo despavorida y le encajó un derechazo en el estómago al “presunto francés” de coopération patrimoniale que lo dejó sin aliento haciendo que se doblara en dos y cayera al suelo. La gente despavorida pasó por encima de él, momento que Ernst aprovechó para abrirse camino hacia el baño. Sabía que ese era el lugar en el que encontraría a Irati pero, ¿cómo se desharía de la “francesa” que tan amigablemente la había acompañado al baño con la intención, más que evidente, de tenerla controlada y que no se le escapara?

—¡Irati, Irati!—⸺gritó al mismo tiempo que abría la puerta de una patada desencajándola del marco. La suerte quiso que Irati se encontrara dentro de uno de los servicios mientras que su “nueva amiga francesa” la esperaba fuera. El impacto de la puerta en la cabeza de la chica la dejó cao lanzándola hacia atrás y dejándola tendida en el suelo. Irati salió de la cabina ajustándose el cinturón sorprendida por los gritos de Ernst.

—Pero, ¿qué has hecho, qué pasa?—⸺dijo mientras se inclinaba para socorrer a la chica.

—Déjala, es de la policía, creo que nos hemos dejado llevar por el entusiasmo etílico y se han enterado de nuestro plan, estaban esperando para pillarnos con las manos en la masa.

Salieron de los servicios cuando la gente empezaba a darse cuenta de que todo había sido una falsa alarma. El “francés” se incorporaba cuando Ernst e Irati llegaron a su altura y de un rodillazo el australiano volvió a dejarlo inconsciente.

Una vez fuera, Irati cogió a Ernst de la mano y se abrió camino hacia la calle Descalzos. Pensó que, afortunadamente, buscar a una pareja vestida de blanco en sanfermines sería como buscar una aguja en un pajar. Pero, ¿qué podían hacer? Si como decía Ernst, la Policía Foral estaba al tanto de sus planes, ¿tendrían clara su identidad?

—Volvamos al hotel.

—Quizá sea muy arriesgado. En este momento seguro que estarán buscándonos.

—Nuestra única oportunidad de escapar es conseguir que llegue la noche. Se me acaba de ocurrir una idea. A medianoche es el Struendo: el ruido y el caos dentro del ruido y el caos. Un grupo numeroso de gente se reúne para hacer ruido con bombos, cajas y todo lo que sirva para ello, mientras desfilan detrás de un bombo gigante, es el único acto “no oficial” y dudo que la policía nos busque allí. Pasarán cerca del hotel, nos sumamos a su comitiva y conseguiremos escabullirnos sin ser vistos.

Struendo.

Ernst confió en el buen criterio de Irati y zigzagueando por el Casco Viejo, sumergidos en la masa de gente que seguía disfrutando de la fiesta, se dirigieron al Hotel Maisonnave. Cada pocos pasos Ernst volvía la vista atrás para ver si alguien les seguía, pero no pareció ver a nadie sospechoso, así que comenzó a tranquilizarse. Quizá fuera, también, que le había dado un bajón tras el subidón de adrenalina de la pelea.

Tampoco había nadie sospechoso en la puerta del hotel.

—Vamos a disimular—⸺dijo Irati mientras se aupaba para besarle al pasar por delante de recepción. Ernst no dudó un instante en secundarle en su estrategia y, mientras subían hasta su habitación en la cuarta planta, no dejó de hacerlo.

—Esta vez no rompas la puerta—⸺le dijo Irati con cierta ironía—. ¿Cuántas películas de acción has visto?

—También he visto otro tipo de películas.

Lo ocurrido en la habitación podemos atribuirlo a múltiples factores: la sensación de peligro, la efusión de los sanfermines o las brasas de una relación que se apagó pero que la fiesta había vuelto a avivar. Las horas pasaron inadvertidas. Las campanas de San Cernin y la catedral dieron las horas sin que ni Irati ni Ernst las oyeran, hasta que los fuegos artificiales de las once de la noche les hicieron volver a la realidad.

—Las once—⸺dijo Irati—. Tenemos una hora. A las once cincuenta y nueve lanzarán un cohete para que la comitiva comience con el Struendo.

Se dieron una ducha y se cambiaron de ropa.

—Voy a bajar al vestíbulo del hotel para ver si veo a alguien sospechoso.

Ernst bajó por las escaleras y se asomó discretamente para ver el panorama, no vio a nadie en una actitud inusual ni a ninguno de los dos “franceses” que quizás estuvieran todavía en urgencias. Irati se reunió con él y salieron a la calle. Pocos minutos después de la medianoche la comitiva del Struendo llegó a la calle Zapatería. El gran bombo abría la marcha y detrás grandes y pequeños disfrutaban golpeando instrumentos musicales y cualquier cosa que hiciera ruido. Una chica les puso en el pecho la tradicional pegatina con la imagen del cabezudo El Alcalde y se sumaron a la atípica procesión detrás de la pancarta.

Unos minutos después los policías forales llegaron al Hotel Maisonnave. Iban Barros y su compañera parecían dos perros rabiosos. En recepción les dijeron que sí, que la pareja de la foto estaba hospedada en el hotel, pero en la habitación no encontraron a nadie.

Continuará... Mañana:

11 de julio. En la boca del lobo