Relato encadenado: resumen de lo publicado:

Los activistas ambientales Irati y Ernst han acudido a la primera corrida de la Feria del Toro, lo cual les ha distraído todavía más de ejecutar su acción propagandística de hacerse con el Retrato del Marqués de San Adrián en el Museo de Navarra. Irati, tras enlazar una agitada noche de fiesta con el encuentro con la Comparsa de Gigantes y Cabezudos, conoce a unos franceses que han acudido a los sanfermines para participar en un evento de cooperación cultural. Infiltrados dentro de un variado grupo de guiris, Irati y Ernst tendrán otra oportunidad de acceder discretamente al museo y retomar su plan.

—Magnifique!— exclamó Iban Barros con un exagerado acento francés mientras veía reflejada su propia sonrisa en el espejo. 

¡Y decían que aprender francés no le serviría de nada! Ahí estaba, a apenas unas horas de desmantelar un robo internacional en el Museo de Navarra.

Mañana entrarían al museo y, en cuanto se acercasen al famoso cuadro de Goya que habitaba dentro, detendrían a los dos “comeflores” del cambio climático.

Según su jefe, esto le proporcionaría cinco días de vacaciones. Sí. Vacaciones en San Fermín. Algo impensable para un policía foral destinado en Iruñea durante las fiestas.

Eso le permitiría hacer todo lo que su profesión le había impedido hacer durante los últimos años. Ya tenía la agenda ocupada. Una vez terminado todo el papeleo empezaría el día siguiente con un buen almuerzo: huevos con todo. Unos vinos y fritos le acompañarían durante el resto de la mañana. Y, seguramente, el principio de la tarde. Lo que se llama un vermú torero. Y hablando de toreros. Ya consiguió entrada para ir a los toros. Tenía ganas de volver al tendido. El reencuentro, el picoteo, los cubos de sangría, de sorbete. La chica ye-ye. El rey. La merienda. Los cubatas. Los bailes. Mientras en la plaza se suceden las largas cambiadas, chicuelinas, quites, pares de banderillas, naturales, pases de pecho, estocadas desprendidas y certeros descabellos. Y tras el sexto de la tarde, llegará la salida de las peñas por el callejón y patio de caballos a ritmo de charanga. Y a partir de ahí, dejarse llevar por lo que vaya ocurriendo. Y pasar a la siguiente jornada. Como el Día de la Marmota. Cada vez con peor cuerpo, así que cambiaría el almuerzo por un buen Bloody Mary para recuperar. Quizá dos. Y también cambiará a los días la cerveza y el gin-tonic por unos lugumbas. La acidez y el exceso de gas hacen que haya que cambiar de bebida. Hacía años que no se podía permitir unas fiestas así.

Y todo eso gracias a esos dos incautos de Greenfreedom. En este mundo cada vez más controlado, donde todo se escucha, ¿adónde van unos pobres diablos como ellos? ¿De verdad se pensaban que les iba a salir bien?

Admiraba la fe que unos mindundis de su calaña tenían para creer que todavía podían cambiar el rumbo del mundo.

Ajena a los pensamientos del policía foral, Irati exponía con entusiasmo a Ernst su cambio de planes. Había quedado a las ocho de la mañana con una pareja francesa y más gente que les servirían de ayuda para pasar desapercibidos. Quizá fue una señal. La fiesta quería ser visitada por ellos en toda su grandeza. Debían empaparse en ella. Nada de hacer sus labores el primer día e irse. Y parecía que les había dado una manera mejor de afrontar la operación. Ya no eran los de mantenimiento. Ya no hacía falta la nocturnidad. Entrarían a la luz del día como gente respetable. Al cabo de un rato, se despedirían con alguna excusa. Y se quedarían allí encerrados. Ya sabían cómo salir. En cuanto entrasen, Irati iría al baño para tantear algún lugar donde esconderse lejos de los ojos de los vigilantes.

Los amigos australianos de Ernst seguían por la ciudad. Iban a empezar el día viendo el encierro en pleno Santo Domingo. Para ello, llevaban desde las seis de la mañana asomados a la barandilla justo encima de la cuesta. 

Erabakia. La decisión.

Erabakia. La decisión. JOTA JOTA

Ernst bajó a saludarlos y, para su sorpresa, su amigo “francés” bajó con él. Le extrañó. A los pocos segundos, un joven empezó a discutir porque quería entrar al recorrido y los policías municipales, con buen criterio, no le dejaban. Esto provocó empujones que llegaron hasta donde ellos estaban y algunos cayeron al suelo. Ernst vio cómo su presunto compañero de coopération patrimoniale recogía una cartera que se le cayó durante el forcejeo. Vio claramente una placa de policía. Se quedó helado. ¡Malditos cambios de planes! El puñetero marqués debería haber estado fuera del museo desde hacía días. Subieron hacia el museo. Él era consciente de que era una trampa, pero no podía hacer otra cosa. Debía avisar a Irati cuanto antes. Entraron justo antes de las ocho. Aunque abría oficialmente sus puertas algo más tarde, el dispositivo policial no iba a poner problemas de horarios. 

—Voy al baño —dijo Irati—, no aguanto más.

—Te acompaño— se ofreció su nueva amiga francesa.

Ernst dedujo que también era policía, con lo que ambos estaban vigilados. Descartó enviarle algún mensaje de alerta. No podía avisarle ni llamarle por teléfono mientras estuviese acompañada. Se le ocurrían varias opciones, pero ninguna era buena.

De repente, una idea le hizo ver una pequeña esperanza. Su agilidad mental de nuevo podía dar frutos. Cogió su móvil y puso un mensaje en el grupo de WhatsApp que compartía con sus amigos australianos:

“En cuanto pasen los toros, empezad a gritar que uno de ellos se ha escapado y echad a correr. Intentad llevar a la gente hacia el museo. Estoy en problemas. La policía me persigue”.

En poco tiempo, un alboroto se oyó en el exterior del museo.

—¡¡¡Zezenak, bulls, toros!!! —Los australianos hacían su función en todos los idiomas que habían aprendido. 

Los bureles de la ganadería de José Escolar iban mansamente hacia la Plaza de Toros sin grandes alteraciones. Pero el miedo es libre. La gente no se para a mirar si vienen toros de verdad. Carreras trepidantes ante la nada que se dirigieron hacia el museo.

—Está abierto, vayamos hacía allí —dijeron señalando la puerta.

En apenas unos minutos, decenas de personas entraban en el museo. 

Ernst supo que era el momento preciso de escapar. Pero no podía dejar a Irati allí. Y menos aún sin que ella supiera que estaban en una encerrona. ¿O quizás sí lo sabía? En estos momentos desconocía la respuesta, pero era consciente de que le quedaban aproximadamente unos cinco segundos para tomar una decisión.

Continuará... Mañana: 

10 de julio. Struendo 

(*) hoy escribe... Aitor Iragi Eraul. Pamplona, 1973. Diplomado en Empresariales, peteuve, mozopeña y experto consumidor de kalimotxos. Autor de dos novelas: A las 10 en el Diez y La venganza del maquillador de muertos.