El sobre de Irati había superado la noche sanferminera. Palpó el papel arrugado, que se refugiaba en el bolsillo de su pantalón, y miró al cielo en busca de respuestas. Sabía que ella y Ernst habían abierto una puerta prohibida al aceptar su contenido: dos entradas para la primera corrida de la Feria del Toro. Prohibida porque conducía a la improvisación, a que todo pudiera suceder, a mezclar realidad y ficción, y eso era exactamente lo contrario a planificar y ejecutar el robo de un cuadro de Goya en el Museo de Navarra para alertar del cambio climático. Ahora, todo estaba revuelto en su cabeza. Solo recordaba el principio. El primo de Ernst les había abordado en una calle del Casco Viejo, no sabía cuál, y les había ofrecido aquellos sobres.

Imagen del relato de Katrin Pereda 'Hemingway, calienta, que sales'

El primo le rogó, casi le suplicó a Ernst que aceptara las entradas. Después, en su mente se agolpaban ráfagas de imágenes: un vermú, dos, tres, la gente parecía más guapa, la suegra de su primo, la prima del primo y sus amigas, el Juli, la chica ye-ye, la merienda de ajoarriero, fuegos artificiales, el vals del obrero, la peña Donibane, la peña Muthiko Alaiak, el segundo encierro. Pensó que en sanfermines el sueño y la vigilia aspiraban a convertir el tiempo en el mejor autor para escribir momentos de vida, de muerte, de amores prohibidos, de amores eternos, de secretos inconfesables. Vio a Ernst dormido en un banco de la plaza del Castillo, en el lado opuesto al suyo. No sabía qué sentía por él ni quería saberlo. No, justamente, en ese momento. Le sobrevino un latigazo en la sien y no se dio cuenta de que alguien seguía sus pasos. De repente, recibió un golpe en la cabeza y, aún aturdida, esquivó el segundo. Se giró y a punto estuvo de chocar con Patata. Agradeció que el kiliki estuviera rodeado de niños y niñas que jugaban a desafiarle. Enseguida aparecieron más kilikis, los zaldikos y los cabezudos, y una multitud de familias con sus silletas. O silletas con sus familias.

La plaza del Castillo se asemejó a un enjambre, blanco y rojo, amenizado por gaiteros y txistularis en el que destacaban los ocho gigantes. Sintió un escalofrío o un déjà vu. Aquellas figuras despertaban un fervor único. —Abu, abu, aitatxi… ¡Larancha-laaaaa! ¡Mira, ahí, ahí! —exclamó una niña que observaba hipnotizada a la reina africana. —Es verdad, qué maja es Larancha-la, hola Larancha-la, qué grande eres, y qué bien bailas, sí, sí —la mujer que sostenía a la niña le respondió con el mismo entusiasmo—. Esta es María —le explicó a Irati—, tiene tres años, esta Carolina, de dos, y esa de ahí —señaló a un bebé de unos diez meses, confortada por una joven de rizos— es Maite. Las dos primeras se han pasado el año dando zumos de naranja a Joshemiguelerico, durmiendo con Esther Arata, llevando en la silleta a Braulia y Toko-toko y contando cuentos a Joshepamunda. Y claro, bailando con todas las parejas. Envuelta en esa muchedumbre anárquica, formada por trasnochadores, por quienes se estrenaban como padre y como madre, quienes no habían alcanzado los primeros doce meses de vida, quienes celebraban sus cuarenta años de matrimonio de la mano de sus nietos y nietas y quienes se agarraban al hoy porque el mañana era incierto a su edad, en ellos y en ellas, reconoció un hogar al que volver. O por el que luchar. Arrastrada por la emoción de su primer recuerdo de infancia, siguió a esas figuras de casi cuatro metros de altura que definitivamente acababan de echar a perder el plan y dejaban atrás a Ernst. Vagó por las calles del Casco Viejo hasta que las piernas le suplicaron parar, beber una cerveza fría y devorar un pintxo de pimiento. Entró en el primer bar que encontró y solo prestó atención a su alrededor cuando el picante del pimiento le calmó. Entre frases inacabadas, distinguió unas voces francesas. Un hombre y una mujer. Sin saber cómo, empezó a hablar con ellos.

Su memoria todavía conservaba unos mínimos de gramática francesa y, si eso no servía, recurría al lenguaje universal: hablar muy alto y exagerar todo. Le contaron que habían llegado a Pampelune ese mismo día, aprovechando que era vendredi y el Día de Bayona, y que les encantaba el buen rollo y lo que llamaron coopération patrimoniale de dos ciudades hermanas. Esas palabras se quedaron congeladas en el aire y también las siguientes –histoire, tradition, fête internationale– porque volvían a fijar un destino –Museo de Navarra– y añadían un nombre–⸺Ernest Hemingway–. Se despidió de los franceses con un fugaz au revoir y se dirigió al bar Windsor. Era media tarde, tenían que estar allí, fieles a su cita, movidos por la obra del afamado escritor estadounidense. El grupo de guiris que vivía con pasión la Fiesta, que se enamoraba de ella. Por eso regresaban y, año tras año, firmaban la cuenta atrás para el reencuentro, para volver a correr juntos el encierro y tratar de entender los secretos de una ciudad que transformaba a sus habitantes durante nueve días. La suya era la historia de una amistad forjada que superaba países e idiomas y que la vieja Iruña reconocía. Cogió el móvil para llamar a Ernst. El plan se reactivaba. Entrarían al Museo de Navarra con ellos y ellas, como integrantes de un grupo internacional procedente de Francia, Reino Unido, Australia, México y Estados Unidos que quería reforzar la coopération patrimoniale de los sanfermines y trabajar en futuros proyectos educativos, culturales y turísticos, entre otros ámbitos. Entrarían al Museo de Navarra disfrazados de normalidad: vestidos de blanco y rojo, compartiendo una pasión declarada e internacional, tan iguales y tan distintos. Sonrió. Amaba esas fiestas por eso, porque todo podía ser y no ser en un único momento.

(*) hoy escribe... Katrin Pereda. Pamplona, 1988. Periodista, voluntaria y peregrina jacobea. Entre otras cosas, ha publicado la novela El árbol de las historias vivas y el cuento igualitario infantil sanferminero El último baile.