El destructor ataque del pasado fin de semana contra las instalaciones petrolíferas saudíes es innegable, pero no así su autoría ni el modus operandi. Pese a ello, todo el mundo -salvo Teherán y sus aliados, claro- señala a Irán como auténtico culpable de la agresión.

Y si es probable que detrás de la operación militar esté el dinero y el genio militar iraní, no se puede descartar ninguna alternativa. Basta recordar que las primeras informaciones hablaban de un bombardeo de los hutíes yemeníes mediante una escuadrilla de drones. Y poco después surgieron noticias que atribuían el estropicio a un ataque con misiles desde bases iraníes o iraquíes. Naturalmente, Washington y Riad señalaron a Irán como autor.

Lo hicieron porque políticamente el gran enemigo de ambos es el Irán de los ayatolás. Y también porque la precisión de la operación militar con drones parece muy por encima del saber y equipamiento de los hutíes. Incluso si el ataque fue llevado a cabo con drones desde territorio yemení, la dirección de la operación tuvo que estar a cargo de técnicos muy preparados, técnicos que hoy por hoy no militan en el bando hutí.

Pero aún cabe una tercera opción -el sabotaje- de la que no se habla, tanto porque es la menos probable como porque, de ser cierta, señalaría una debilidad política y policial saudí realmente alarmante; muchísimo más alarmante que la merma transitoria en la extracción de crudo o los reveses militares constantes en la guerra contra los hutíes.

En realidad, Arabia Saudí lucha con una disidencia interna creciente pese a que la casa real compra literalmente la adhesión de sus ciudadanos con una política que podría llamarse de sopa boba para con sus súbditos. Todavía mantienen así los Saud la adhesión de la mayoría, pero brotes violentos de disidencia no han faltado en los últimos decenios, desde el golpe de mano durante la peregrinación a la Meca o la creación del grupo terrorista de Al Qaeda por Bin Laden, ciudadano saudita y miembro de una acaudalada familia cercada a los Saud.

A todo esto hay que añadir que el 20% de la población del país es chií, la rama del islam enfrentada desde hace siglos a los suníes, que gobiernan Arabia Saudí desde sus inicios y que están tan enfrentados a la rama chií como en el resto del mundo.

Víctima colateral de este ataque contra los yacimientos saudíes es nada menos que la Casa Blanca. Y es que no sólo surge la crisis en un momento en que se vislumbraba un eventual acercamiento entre Teherán y Washington, sino que pone a la política exterior estadounidense en un brete. La agresión es demasiado aparatosa y grave para liquidarla con unos cuantos aspavientos de solidaridad de boquilla. Y por otro lado, no es lo suficientemente dañina para emprender unas represalias militares de envergadura.

Peor aún: la situación creada por este ataque con drones o misiles evidencia una de las grandes contradicciones de la presidencia de Donald Trump. Sus alardes de dureza e intransigencia no se han reflejado nunca (gracias a Dios) en unas acciones bélicas equivalentes. Esto no ha impactado hasta ahora en la opinión pública estadounidense porque ninguna de estas contradicciones ha sido tan grave como para movilizar a las masas.

Pero con incidentes como este ?-o el secuestro de petroleros en el Estrecho de Ormuz- va cristalizando en el subconsciente de las masas (y la mente de los rivales políticos de allende las fronteras estadounidenses) que Trump se parece cada vez más al can del refrán: ladrador, pero nada mordedor.