Raphael Minder (Ginebra, 1971) es un hombre de voz suave, que en un estupendo castellano relata su experiencia y punto de vista con la perspectiva de un observador que está de visita y al mismo tiempo, con el conocimiento de un periodista que lleva trabajando en España diez años. Su libro recuerda en parte al que otro corresponsal, Giles Tremlett escribió en 2006 con Siglo XXI: España ante sus fantasmas’ que también aportaba el valor añadido de la distancia.

Empecemos hablando de su país. Llama poderosamente la atención la actitud de Trump con ese discurso hablando de votos “legales” e “ilegales”.

-Ha impactado en todos los sitios. El viernes miré los discursos de Bush y de McCain a la hora de reconocer su derrota. Había olvidado el discurso de McCain. Fue emocionante por generoso, de una persona que había luchado lo mejor posible, pero que tenía que reconocer la superioridad del contrincante. Como debería hacerse. Creo que Trump se ha apartado de la línea de su propio partido, porque aparte de un par de políticos republicanos, ninguno de los principales correligionarios ha salido a apoyar sus teorías de conspiración. Es decir, esto nos confirma o nos dice algo sobre qué tipo de presidente ha sido Donald Trump.

Hay un debate sobre si debemos acercarnos al trumpismo con mayor voluntad de entender que no de justificar las razones de su apoyo. ¿Cree que esto es necesario o hay que ahondar críticamente sobre el fenómeno?

-Se pueden hacer las dos cosas. Me parece esencial prestar oído sin regalarlo. Nos guste o no, Donald Trump ha ganado de momento en 23 estados. Eso es prueba de que Estados Unidos está dividido en dos ahora mismo. Hay que entender las dos partes y no se puede denigrar el éxito de Trump, que a pesar de la pandemia de covid, ha llegado a un resultado muy apretado. En el caso de The New York Times hemos hecho miles de artículos sobre el votante de Trump, pero sigue siendo un hecho que se ha infravalorado la fuerza y el impacto de su mensaje.

Los sondeos no han ayudado.

-Las empresas llevan una racha malísima en casi todos los países a la hora de llegar a lo más profundo del sentimiento de la gente.

Dice que una de las cosas llamativas de esta década es la aceleración de los tiempos.

-Y eso a nivel mundial. También en la información. Todo va muy rápido, y un determinado tema se puede calentar de manera rapidísima. Para dar un ejemplo no español: la discriminación contra la población negra en los Estados Unidos es antigua, real, muy seria, pero data de hace mucho tiempo. Y a raíz de la muerte de un individuo, George Floyd, sale como si fuese un tema absolutamente novedoso, con una fuerza inesperada. Esto creo que es muy de nuestros tiempos.

¿Por la capacidad de interconexión existente?

-Sí, y de movilización y por pasar de los canales de antes. El 15-M, por ejemplo, no se movilizó por los sindicatos. Fue un grupo de gente que de repente dice “vamos a la Puerta del Sol” y en dos días había una ocupación completa del espacio más céntrico de la capital de España.

Vamos a su libro. Habla de una “década turbulenta en un país de contrastes”.

-En el momento de hacer el libro me fui a la hemeroteca del The New York Times para ver qué se había escrito en la década anterior, y me llamó mucho la atención que salvo el tema de los atentados de Atocha y las elecciones que siguieron a esos atentados, fueron años de más calma, porque España tenía un crecimiento basado en el ladrillo que no daba para mucho desde un punto de vista de cobertura internacional. Esta última década sin embargo ha tocado en lo más profundo la estructura de España, sus instituciones, su organización territorial, su identidad y sistema político, su monarquía, su sistema bancario.

Ese solapamiento de crisis es un indicio de que había asuntos pendientes acumulados.

-Hay un efecto bola de nieve. Una crisis empuja a la gente a preocuparse por otras cosas, y a partir de una temática surge otra. Cuando un barco tiene unas fisuras y el mar está muy tranquilo se puede viajar. Pero a la hora de encontrarse con una tormenta, se ve que el barco hubiera tenido que ser reparado antes.

¿Periodísticamente suscita más interés contar etapas de crisis que de bonanza?

-Por desgracia suele ser así. Las crisis nos llaman más la atención y nos preocupan más. Pero depende de la naturaleza de los momentos buenos. Si cambian del todo el rumbo de un país, pueden ser más interesantes, pero la bonanza de España se basó en lo que ya llevaba haciendo desde hace mucho tiempo, a base de más ladrillo. No creo que fuera una década donde realmente se hiciese un gran intento de modernización, más allá de sus infraestructuras y construcción. Si España se hubiese convertido en la primera potencia tecnológica de Europa, a lo mejor hubiera sido un cambio más llamativo.

¿Cuál es la imagen de España en su país?

-En general, la imagen es buena, pero también la de un país que ha preferido barrer algunos temas bajo la alfombra antes que confrontarlos realmente. Hay una sensación, muy compartida con muchos países, de que esta generación de políticos y de líderes es muy cortoplacista. No hay proyectos de país, sino para ganar las próximas elecciones. Y no es lo mismo.

Un gobierno de coalición entre un partido socialista y una fuerza a su izquierda, ¿generó cierta inquietud en la opinión pública?

-Más bien no. Al fin y al cabo el liderazgo del Gobierno sigue siendo de uno de los dos partidos tradicionales, con un recorrido bastante moderado a lo largo de las últimas décadas. Creo también que hubo un cierto alivio porque por fin se tenía Gobierno. Considero que políticamente España ha perdido dos años. El riesgo obvio que tenía España a finales de 2019 era de repetir otra vez elecciones.

Ha constatado la complejidad de un estado que suscita tensiones territoriales.

-En cierto modo España se ha quedado con una estructura híbrida. No es un estado federal, pero las comunidades tienen muchos poderes, que al fin y al cabo es una parte fundamental de la defición de federalismo. Al mismo tiempo, este reparto de poder se discute. En esta crisis de la covid hemos visto lo poco coordinada que está esa estructura a la hora de afrontar una crisis, y eso da una cierta debilidad, porque fomenta la posibilidad de echar la culpa a la otra parte y de quitarse la responsabilidad en momentos malos.

Hay un capítulo sobre “las aristas del procés

-Sí, yo he escuchado a mucha gente opinar de cosas que ni ha visto ni ha querido ver, lo cual es más serio. Gente que me ha explicado lo terrible que es la Diada de Catalunya me ha dicho que ni muerta iría a ver y a hablar con sus participantes. Considero que como periodista es absolutamente necesario tener una visión cercana a los temas, acercarse a la gente, escuchar sus opiniones, y vuelvo a lo mismo, prestar los oídos sin regalarlos. Y eso en cualquier tipo de situación. Uno no puede hablar de la inmigración sin hablar jamás con inmigrantes, o de la integración religiosa o musulmana en un país sin hablar nunca con un musulmán. No significa que tenga que salir de la entrevista converso, pero sí entender algo del por qué de una tensión o situación. Para mucha gente, acercarse ya es un paso demasiado fuerte, pero el periodista lo tiene que hacer.

¿Cómo ve ahora la cuestión catalana?

-Muy calmada, especialmente con la llegada de la covid hay temas más urgentes e importantes. Creo que a la gente que ha llevado ese tren adelante le cuesta bastante saber por qué vía tiene que ir ahora y a qué velocidad, después del fracaso del otoño de 2017. Hemos visto nuevas tensiones, a veces de carácter bastante personal, que hacen complicado mantener lo que siempre era difícil. La coalición independentista nunca tuvo un denominador común más allá del proyecto de llegar al referéndum y a la declaración de independencia. Siempre me ha impresionado ver que personas representativas de la alta burguesía catalana de la antigua Convergència estaban en el mismo mando que los trotskistas de la CUP, que sobre cualquier otro tema no comparten nada. Pero no creo que haya desaparecido la problemática y no me parece irreal decir que se pueda reactivar, pero los que siguen hablando de un lado u otro lado de lo peligroso que es el tema, lo dicen sin que haya un proyecto claro sobre la mesa.

Dedica un capítulo a “las luces y sombras del cuarto poder”. La prensa ha perdido su capacidad de penetración de antaño.

-Sí, en todos los países. Estados Unidos ha tenido un presidente que abiertamente ha declarado que la prensa tradicional era enemigo del Estado. A partir de ese momento, los canales de información de sus seguidores fueron otros. La prensa está intentando hacerlo, pero tiene que adaptarse a tiempos mucho más abiertos, donde a lo mejor un influencer con 500.000 seguidores en Instagram puede incidir mucho más que cualquier editorial de un periódico reconocido.

Llama la atención que no reserve un capítulo de su libro al final de ETA, a partir del anuncio en 2011 del cese definitivo de la violencia.

-Me acuerdo de haber ido a un encuentro con Rubalcaba, que era ministro del Interior, donde dijo que ETA a nivel operativo ya no representaba nada. Él sabía incluso quiénes eran los encapuchados que hablaban detrás de la mesa, con nombre y apellido. El tema era esperar el final oficial de ETA, pero ya no era esa sombra permanente que planeaba durante décadas sobre cualquier tema político en España.

Volviendo a su propia trayectoria. Ser testigo de acontecimientos a veces ofrece estampas duras pero también es un privilegio.

-Sin duda. Yo me he subido a un barco de salvamento en la zona de Tarifa y he pasado un día viendo cómo se rescata a gente de las pateras. Lo he hecho porque me parece importante darse cuanta de la realidad del tema, qué riesgo y con qué bravura alguna gente está dispuesta a asumir para llegar a España. Hay que verlo para sentirlo y entenderlo. No sirve solamente basarse en estadísticas de un ministerio, hay que preguntar a alguien que lo ha hecho.

¿Ser corresponsal para un medio prestigioso como el suyo abre o cierra puertas?

-Al final, todos hacemos el mismo oficio, y la única diferencia es la tarjeta de visita que llevas y la posibilidad de llegar a otro tipo de lectores. Eso tiene valor, a lo mejor se abren más puertas y se toma muy en serio cualquier solicitud. También a veces genera más temor. No siempre ayuda, a veces puede ser lo contrario, pero en general facilita, porque la gente quiere tener una imagen correcta fuera de su ámbito más directo. Y si es internacional, como lo que ofrece la audiencia del The New York Times, pues todavía más.

En su libro, como en su trabajo, entremezcla cuestiones políticas con historias humanas que están ahí, en el día a día.

-Me parece más interesante la vida de la gente normal y corriente, y más relevante que la vida de unos cuantos que forman parte de una élite, sea económica o política. De hecho, creo que los lectores se identifican más con historias que podían ser la suyas.

¿Ha podido visitar en ocasiones la Comunidad Autónoma Vasca o Navarra?

-Sí, he estado en el País Vasco varias veces y en Navarra he estado también.

¿Qué idea se llevó?

-Confirmé la increíble diversidad y riqueza de España. Yo tuve un jefe, y lo cuento en el libro, que es un obsesionado de la cocina y que hizo unas vacaciones centradas en el País Vasco con un calendario adaptado a las reservas en los restaurantes que quería conocer. Su prioridad no era estar en la playa de la Concha ni ir a ver el árbol de Gernika, sino conocer sitios emblemáticos de la cocina vasca.

La última. ¿Cómo se ha seguido la crisis de la monarquía española en Estados Unidos?

-Se suponía que se hizo la abdicación para cerrar capítulo y abrir uno nuevo. Las últimas noticias que vemos, si se confirmasen, me hacen pensar que no sirvió para mucho abdicar. De momento, la sombra de Juan Carlos I es enorme, y sigue siéndolo igual si está físicamente dentro de España o fuera.

“A raíz de la muerte de George Floyd, el tema de la discriminación contra la población negra en Estados Unidos cobró una fuerza inesperada”

“No se puede denigrar el éxito de Trump, ha llegado a un resultado muy ajustado y se ha infravalorado el impacto de su mensaje”