l proceso de certificar el cómputo de los votos electorales en el Congreso dos semanas antes de la ceremonia de inauguración es un ritual democrático que por lo general no dura más de media hora. No obstante, se esperaba que hasta 140 representantes republicanos y catorce senadores se opusieran a certificar el conteo de los estados de Arizona, Georgia y Pensilvania, sin ninguna evidencia y contando con más de sesenta sentencias judiciales que certifican que no hubo fraude electoral. Al final, 93 senadores, incluyendo el presidente Mitch McConnell y Kelly Loeffler, que acaba de perder las elecciones en Georgia, han renunciado a votar en contra de la certificación electoral.

“Estoy con vosotros [diputados demócratas]. Estos es más que suficiente” ha declarado Lindsey O. Graham, senador republicano de Carolina del Sur y uno de los apoyos más sólidos de Trump en el legislativo. Algunos senadores republicanos, como Pat Toomey de Pensilvania, han ido más lejos expresando en términos inequívocos que no certificar los resultados electorales de Pensilvania es un acto de sedición. El senador de Utah, Mitt Romney, expresidente del Partido Republicano, ha acusado a Trump de haber atentado contra la democracia y la estabilidad del país.

Trump no sólo ha provocado el ataque al Capitolio con sus mensajes incendiarios, sino que convocó a sus seguidores y los animó “a marchar” contra el palacio legislativo. No hizo nada para detener a los asaltantes hasta que éstos habían sido sometidos por la policía y, cuando finalmente habló, sus palabras no sirvieron sino para legitimar la acción de sus seguidores. Tal como concluye el editorial del New York Times, “ha sido la actuación de un hombre que no está dispuesto a cumplir con su deber como presidente ni a afrontar las consecuencias de su propio comportamiento”. Matthew Continetti, de National Review, ha argumentado que Trump debe pagar por el derramamiento de sangre y las consecuencias de su incitación al crimen.

Jay Timmons, presidente y director ejecutivo de la National Association of Manufacturers, una entidad que, aunque apolítica, desde mayo de 2018 se ha posicionado muy en favor de la administración Trump, ha expresado en un comunicado el miércoles por la tarde que “el presidente saliente ha incitado a la violencia en un intento por mantenerse en el poder, y cualquier líder electo que lo defienda está violando su juramento a la constitución y rechazando la democracia en favor de la anarquía”. En consecuencia, según Timmons, el vicepresidente Mike Pence debería invocar la 25ª enmienda, y poner en marcha los procedimientos para reemplazar a un presidente en funciones que no es capaz de cumplir con sus funciones. La misma tarde del miércoles, diecisiete miembros demócratas del comité judicial de la cámara de representantes han firmado una carta a Pence pidiendo la invocación de la 25ª enmienda y las editoriales del New York Times y el Washington Post han acusado a Trump de haber instigado un acto de sedición y piden que Trump sea destituido de su cargo mediante la aprobación de la 25ª enmienda o en virtud de un voto de censura.

Algunos miembros del Partido Republicano han secundado la medida, pero es muy difícil que esta medida salga adelante porque el verdadero problema es otro. Siguiendo las consignas de Trump, 6 de los 50 senadores (12%) y 121 de los 211 congresistas republicanos (57%) han votado en contra en certificar los votos electorales registrados por los estados. Y han hecho esto tan sólo tres horas después de haber estado encerrados y en peligro a causa de las acciones provocadas por los seguidores del propio Trump. Está claro que no son tan estúpidos, entonces ¿qué hay detrás de todo esto?

Trump no pretendía tomar el Capitolio y sabía perfectamente que esta acción tan sólo iba a retrasar lo inevitable. Lo que está ocurriendo es otra cosa. Uno de los senadores ha hablado hoy de Julio César y el senado romano. La utilización interesada, individualista de las instituciones del Estado es tan vieja como la propia especie humana, pero en esta época de la globalización el fenómeno ha adquirido una nueva y sorprendente dimensión. Se ha dicho que los hechos del día 6 de enero han puesto a los Estados Unidos en el centro de la atención mediática a nivel mundial; yo lo veo de otro modo, no eran pancartas ni banderas del Partido Republicano las que se veían frente al Capitolio, sino consignas con grandes letras mayúsculas en las que sólo se leía “Trump”. Y este magnífico estallido de insensatez ha vuelto a catapultar a Trump a los medios: No hay quien no hable o escriba hoy sobre él, y éste exuberante derramamiento de publicidad es un fenómeno a escala mundial que reporta grandes dividendos. Durante la campaña Trump y el Partido Republicano consiguieron recaudar 1.960 millones de dólares. Según el Washington Post Trump había recaudado 495 millones de dólares tan sólo un mes después de las elecciones. Y está claro que para Trump 495 millones de dólares al mes bien valen la salud de un país.

Por lo que respecta al senador Ted Cruz de Texas y al líder de la minoría republicana de la cámara de representantes Kevin McCarthy, se están sirviendo del espectáculo en su lucha interna dentro de su partido, tanto por el poder como por el dinero asociado a éste. Todos vamos a pagar muy cara la falta de legislación en materia de responsabilidad de la acción política.

El Partido Republicano va a sufrir, si bien es difícil saber aún cuál es la extensión del daño causado. Por de pronto, ha pagado ya un alto precio en Georgia. Ni los sondeos más optimistas auguraban una doble victoria demócrata en las urnas: 4,5 millones de personas han depositado su voto y los resultados han favorecido al primer candidato negro y al primer candidato judío en la historia del estado. El Partido Demócrata controla ahora las dos cámaras del legislativo y el ejecutivo. Biden tiene carta blanca para legislar durante dos años.

Está claro que Trump es el peor enemigo de su partido, y también de las instituciones democráticas que, no importa lo resilientes que puedan ser, están sufriendo un daño irreparable. Es preciso reflexionar y aprender: si esto ha ocurrido en uno de los pocos países del mundo que ha celebrado 59 elecciones presidenciales de forma ininterrumpida desde 1788, ¿qué podemos esperar de nuestras instituciones, en casa, en estos tiempos de crisis, globalización y variedades?

Como los magos de oriente, nos enfrentamos a una incierta epifanía, regada de sangre y salpicada de miseria. Con 3.963 fallecidos por covid-19, este 6 de enero de 2021 se ha convertido en el segundo día con más muertes en la historia de la república, y nadie habla de ello.

Hoy hemos visto al sistema democrático -tan imperfecto, débil y corrupto como pueda llegar a ser- atacado desde el culto a la ignorancia al servicio de la ambición, una vieja historia que gira y se repite a sí misma como las revoluciones de las aspas de un molino.

El único remedio es sostener la convicción de que un sistema democrático de gobierno es la mejor de las alternativas y la única expresión válida de la civilización humana. Pero es preciso sostener esta convicción sin piedad porque una certeza sin rigor no es sino un sueño.