Con su petulancia habitual, Pablo Iglesias nos anunciaba el pasado diciembre que se cogía la baja paternal. El anuncio, erguido sobre las alfombras del Congreso, alcanzó el olimpo de los titulares, se hizo noticia. En realidad, noticia falsa. El representante público, sea diputado o concejal, no es un empleado laboral. Recibe una retribución por el hecho de serlo y no está sujeto a convenio alguno. Si alguien como Iglesias hubiera decidido tomar posesión del cargo y no aparecer más por la cámara, se le hubiera pagado íntegro el sueldo hasta su cese, y tiene plena libertad para dedicarse a lo que quiera. Ser parlamentario significa serlo las 24 horas del día, no cabe tomar una licencia reglamentaria, que no existe como tal, para cuidar hijos. La escena describe al sujeto, habituado a hacer de su persona un producto político de 360 grados. Huelga decir que nadie en la prensa patria ha osado señalar la mentira, seguramente porque el tipo ameniza las tertulias y da juego a los analistas habituales. Recluido por su propio postureo en el chalé de Galapagar, el jueves Iglesias tuvo que grabar un audio y distribuirlo por Telegram tras la traición de Errejón, el adlátere que decidió volar por su cuenta. Cuánta significación impregna el momento, esa imagen de un líder encerrado en sus propias contradicciones -dijo baja paternal, luego no puede aparecer en público-, morando el casoplón -el que la inmensa mayoría de la gente a la que dicen defender jamás podrá permitirse-, y acudiendo al asíncrono canal de comunicación que le permite su teléfono móvil -a veces impulsivo, a veces cobarde-. El audio sonaba como una voz de ultratumba, el tono pasivo y el verbo quedo, reflejo de que sabía que lo que estaba ocurriendo era el final de muchas cosas. Podemos se desmorona cinco años después de su eclosión, y no lo hace por desafecto de los electores -eso ya llegará-, sino porque quienes constituyeron la peña no sólo no se aguantan entre sí, sino que todos en particular se creen mejores que sus pares. Una batalla de egos en el barro de la mayor de las indigencias políticas, la de haber sido incapaces de amalgamar un proyecto identificable y con un basamento algo más firme que las veleidades de sus apóstoles. Sólo han sido hábiles en la captación del interés como fuerza emergente, supuestamente llamada a ser un revulsivo político. En todo lo demás, apenas una banda. En Navarra les pasa lo mismo, punto por punto. Incluso han aflorado idénticas pecuniarias miserias como fondo de tantas decisiones. Decía Echenique que Errejón no dejará el escaño porque de algo ha de comer hasta mayo, reconociendo la argamasa que une a estos de la nueva política. En el Parlamento foral, tres cuartos de lo mismo: la pugna está establecida por ver quién se lleva la asignación del grupo y los pagos para asistentes parlamentarios, y si la presidenta sigue en su despacho. Venían a combatir a la casta y se conforman con sustituirla, muy cutremente.

Podemos sucumbe a un líder y a su propia vaciedad. Cuando todo consiste en nutrir el debate público con neologismos ocurrentes, pretendiendo estructurar la realidad desde el totalitarismo de la palabra, el recorrido ideológico se agota pronto. Vocablos que se ponen en circulación como si lo representaran todo -casta, machirulo, confluencia, empoderamiento-, intentando crear con ellos niveles de compromiso que en realidad son la mortaja que tapa al cadáver. Tanto ornamento, dirigido a una parte de la sociedad que sin duda aspira a vivir mejor y que se ha sentido muy relegada por la crisis económica, se desarbola en el momento en el que Iglesias decide comprarse un chalé con piscina. Él siempre ha tenido un alto concepto de sí mismo, y es así como los que se supone son los más inteligentes son incapaces de esconder sus vergüenzas.

La desaparición de Podemos, que es cosas de meses, reconfigurará mucha geometría política. En Navarra, ya está dicho, es el inopinado boquete que le ha salido a un gobierno del cambio que por sí ha tenido un desempeño razonable. En España, y más allá de lo poco que pueda impactar en la aritmética futura de ayuntamientos y comunidades, puede que sirva para que el PSOE deje de querer ser como Podemos -tentación que no acaba de sacudirse- y se plantee seriamente su propia definición como partido socialdemócrata.