Vaya por delante la constatación de lo muy diferente que es el sector del taxi en Pamplona y en Madrid. Aquí se presta un servicio de calidad, con coches cuidados y a cargo de autopatronos. En la capital hay vehículos de los que sales con nauseas por lo guarros que están y se opera mediante un modelo de arriendos laborales, por lo que lo más probable es que el conductor que te lleve no sea el dueño de la licencia ni tenga otro interés que recibir su jornal. En términos de confort y profesionalidad hay una distancia sideral. En lo que no hay tanta diferencia es en el hecho de que en ambos sitios para poder ejercer como taxista necesitas una licencia y las tarifas las establece, en sus tinieblas, un organismo público. En los tiempos en los que esto lo hacía el Ayuntamiento que yo conocí el gremio llegaba cada año con unas carpetas llenas de facturas de talleres de reparación para convencer a los munícipes de lo necesario que era subir los precios por encima del IPC, y esto es lo que indefectiblemente acababa ocurriendo. Alguna que otra cuchipanda posterior a la aprobación del complejo cuadro tarifario -esto por bajada de bandera, esto por minuto de espera, esto por kilómetro, esto por ir al aeropuerto- certificaba la tradicional promiscuidad entre reguladores y regulados. No creo que en otras latitudes haya sido muy diferente, y lo que sí se constata irrefutablemente es que la cercanía del sector a esos quienes deciden sobre él siempre ha funcionado muy bien para los taxistas, no tanto para quienes pagan los desplazamientos. Por añadidura, a los ayuntamientos les resultaba muy fácil no conceder nuevas licencias aunque las ciudades crecieran, y así se cerraba el círculo de la clientelar protección económica a un sector en detrimento del pagano, siempre el mismo.

Las cosas han cambiado, o al menos hay posibilidades de que cambien. Han llegado modos diferentes de ofrecer este tipo de transporte basados en la innovación tecnológica. La genialidad original de Uber consiste en haber simplificado la manera de pedir un coche, saber cuando llega, dirigirle a destino y pagar la carrera a un precio previamente conocido. No necesitas utilizar una sola palabra para hacerlo todo. La reacción del gremio, devenido en banda coactiva, se ha visto esta semana por las calles de Madrid y Barcelona. Actúan como líderes de los disturbios personajes tal que Peseto Loco, un taxista condenado por disparar a un vehículo con conductor y cuyos frutos y exabruptos dirigen a su pandilla. Todo está orientado a expulsar de las calles cualquier servicio que no sea el tradicional, el del siglo pasado, y así emascular toda capacidad de elección de los que necesiten un desplazamiento y estén dispuestos a pagarlo. Una libertad que existe en países tan dispares como Estados Unidos (Uber, Lyft, Vía, Juno) o China (DiDi), y que pronto dejará de serlo por aquí, porque los taxistas se van a salir con la suya. Siempre han sabido captar la voluntad del regulador; ahora lo tienen todavía más fácil ante la cercanía de las elecciones autonómicas y por efecto de la mediocridad y mendacidad de los representantes públicos con los que tienen que tratar sus asuntos. Todos ellos saben que el clientelismo político se basa en el hecho de que a quienes beneficias directamente -taxistas- seguramente te voten, pero aquellos a los que perjudicas remotamente -los ciudadanos- no te repudiarán sólo por una inconcreta expectativa. Así es como operan las decisiones que lastran las sociedades, que siempre encarecen la vida de la gente a base de coartar su capacidad para elegir lo más conveniente. Ya es aberrante que alguien haya decidido que sólo puede haber un vehículo con conductor por cada treinta taxis (algún aprendiz de sátrapa habrá parido el ratio), o que servicios como Uber sólo se puedan prestar previa licencia de la administración, que en Madrid se traduce en un pegatina identificativa que han de llevar los vehículos, como apestados, algo que no se ve en ningún otro país. Ahora, y ya que no se pueden prohibir las descargas de las apps, se quiere impedir que funcionen, capando la inmediatez en la petición de un coche o la posibilidad de saber cuándo va a llegar. Mucho más allá de si es mejor o peor un modelo cerrado y gremial o un modelo abierto y basado en la libertad de las personas, discusión muy legítima, lo triste de todo esto es la indecente manera en la que la administración sólo piensa en la perpetuación de quienes moran en ella, y nada en lo que pueda mejorar la vida de los ciudadanos.