el gregarismo binario imperante puede sintetizarse en la expresión frentista “eres de los míos o de los otros”; asistimos entre aturdidos e indignados a la poco edificante visión tribal que caracteriza hoy día el ejercicio de cierta política que busca el poder por el poder; frente a ello cabe reivindicar la independencia y la libertad de criterio, de pensamiento y de opinión. En particular, hay que valorar no tanto la capacidad de incomodar a quienes te son contrarios como a quienes te son favorables. A esta reflexión, formulada con acierto por parte del escritor Muñoz Molina y que condensa la esencia de los tiempos que corren en la política, se suma la evidencia de que sus protagonistas viven presos del impacto y la notoriedad en las redes y se olvidan con frecuencia de su cometido principal: encauzar y tratar de resolver los problemas sociales.

¿Cómo encontrar soluciones cuando la mediación intelectual parece no tener espacio en un contexto de cultura de masas que pasa más por la red que por la academia?; con demasiada frecuencia los universitarios nos preocupamos más de que nuestras ideas suenen originales a que sean útiles. Vivimos momentos de confusión y de desconcierto, un contexto en que la dictadura del tuit impone su ley y todo intento de mediación intelectual queda difuminada; en realidad internet y las redes determinan hoy el tejido cultural que acaba dando paso al populismo; la hegemonía cultural se gesta en la red y en esta era de populismo se buscan y parecen ser más útiles modelos de influencers con predicamento en las redes sociales que actúan más como activistas que como referentes ideológicos.

Ignacio Ramonet subrayó hace ya tiempo la impactante dimensión geopolítica que representa internet: la comunicación y la información de ella extraída es hoy día una materia prima estratégica porque el control de internet otorga al poder que lo ejerce una ventaja estratégica decisiva. Si nos remontamos al pasado y buscamos analogías, cabe recordar que en el siglo XIX Inglaterra dominó el mundo gracias al control de las vías de navegación planetarias, ésas que hoy representa esta gran red de redes que supone el universo internet.

Nuestra manera de acercarnos a la realidad ha cambiado debido a internet: brinda muchas ventajas, sin duda, pero acelera nuestro proceso de asimilación de forma superficial, que desplaza a favor de la actualidad sumarial todo lo que requiera sumergirse en la lectura calmada. Reclamamos la “digestión” inmediata de cualquier acontecimiento social, convertimos el conocimiento en un producto más de la sociedad hiperconsumista, e internet nos brinda esa inmediatez a golpe de click. Bien utilizado es una herramienta social capaz de movilizar recursos humanos a una velocidad descomunal, pero conlleva el riesgo derivado de un cierto declive de la socialización cotidiana. La galaxia internet nos ofrece millones de sitios, miles de millones de páginas, un universo mediático que está transformando la política en espectáculo, y que introduce una lógica del mercado, que nos hace demasiadas veces abandonar, como señaló Gilles Lipovetsky, la reflexión en beneficio de la emoción, la teoría y la abstracción en beneficio de la utilidad práctica.

Como brillantemente señaló D. Pennac, las palabras pueden ser sustancia sin contenido cuando nos piden que las consideremos mero objeto de conocimiento. Como todo, internet no debe ni demonizarse ni ser sacralizado. Facilita nuestro acceso a datos, democratiza el conocimiento pero no debe anular nuestra capacidad de análisis ni la necesidad de tomar tiempo y distancia para dejar que la lectura destile su poso de reflexión, la única forma de ser conscientes de lo poco que sabemos. La omnisciencia que ofrece internet es hueca, no debemos nublar nuestra capacidad de reflexión. Las promesas retóricas parecen valer mucho más que los ejercicios de realismo responsable. La política no ha sido ni debe ser nunca un parque de atracciones. Parece que quien no defienda vivir emociones fuertes, el discurso que no “ponga a la tropa”, quien no promueva empujar al abismo todo lo preexistente está ya amortizado, fuera de combate y además demonizado por pertenecer al sistema, a lo establecido, a lo superado, a lo obsoleto.

Produce frustración comprobar que el diálogo, el consenso y la negociación dejan paso a la confrontación, a la trinchera ideológica, a la versión tribal y cainita tan clásica como perturbadora de la convivencia. Frente a este modo tan estéril como negativo de ejercer la labor de representación política cabría reivindicar la legitimidad funcional o instrumental de la política y de sus actores: que sirvan para resolver los problemas que genera la propia política, que dejen de lado la confrontación permanente y ensanchen las vías de acuerdo. Eso sí que es trabajar sin recursos retóricos, sin la épica impostada de quienes convierten la política en farándula.