Sánchez se enfrenta al reto de gobernar sobre los resultados del 28 de abril, sin más amagos de nuevas elecciones. De un gobernante se espera por encima de todo que gobierne. El presidente en funciones se encuentra en el momento de conformar una mayoría. El tiempo de los golpes de efecto y las estrategias postelectorales se agota. La coyuntura hace años que arrastra una dimensión histórica insoslayable, y dicha trascendencia no debería quedar a merced del mero cálculo comunicativo, por hábil que sea el trabajo de Iván Redondo. Solo con el agua de la lluvia no se llena una piscina. La necesidad de altura política, concepto polisémico, genera un estado de ánimo que oscila entre la preocupación apocalíptica y la esperanza infundada. Extremos que nutre el propio PSOE mirando a uno y otro lado en una búsqueda bipolar de alianzas que subraya la idea de un sanchismo falto de provisiones, de nuevo agarrotado con la tarea que le ha tocado afrontar. Para afrontar un diálogo que rinda frutos, lo primero que se necesita es coraje y lo segundo discreción, dos costosos ingredientes frente a una derecha que no dará ni un día de respiro. Pero esto último forma parte del guion de las dificultades, de sobra conocido.

DE ABRIL A JUNIO

Sánchez ha devuelto al PSOE a un cierto optimismo, pero el mapa municipal deja nubes en el horizonte. Tiene al PP en la oposición, a Cs en un callejón de contradicciones y a Unidas Podemos en cooperación. Pero en el tiempo que va desde el 28 de abril al 15 de junio Casado se ha recuperado de su severa pájara, y tras dos semanas críticas ha apuntalado su liderazgo gracias ahora sí a una derecha tripartita, cuya voxización no era una simple tormenta pasajera. El alivio ya se ha vuelto advertencia. Martínez-Almeida, el alcalde post Carmena, lo avisó ayer en La Razón: “Madrid será el contrapeso de La Moncloa”. Y por si el mensaje no quedaba claro, recalcó: “precisamente Madrid, la capital de la nación”. Centralismo envuelto en cuestión de Estado con la extrema derecha de nuevo ganando foco. Bajo este teorema a Casado le resultará muy complicado modularse y a Rivera maquillar su deriva, pero a corto plazo ambos -especialmente el palentino- ganan posiciones.

SEMPITERNAS DUDAS

En un contexto tan complicado como el que viene, es comprensible que Sánchez quiera estar prevenido ante cualquier asedio a su futuro gobierno. Lo que resulta inconcebible es que el gen Rajoy, ese que retardaba los ritmos políticos hasta la hibernación, siga siendo santo y seña en el palacio de la Moncloa. Le toca a Sánchez mojarse, arriesgarse y gobernar a fondo ante un problema medular para la pluralidad del Estado, como es el encaje y desencaje de Catalunya. El presidente en funciones ya no tiene las cortapisas del calendario electoral que podía hipotecarle en 2017 y 2018. Así que tiene pista para despegar, si sabe acordar con una ERC ahora escocida tras quedar descabalgada de la alcaldía de Barcelona.

Pero una cosa es constatar que el momento es imperioso para lanzarse al vuelo, y otra generar ilusión equívoca. Navarra es un claro ejemplo para el escepticismo. En general, el proceder volátil de Sánchez obliga siempre a la reserva. Acompasado en una de cal, otra de arena y otra de dejar correr el tiempo, el PSOE se siente estupendo entre cánticos de ahora viene el gol. Si al final no tira a puerta para no perder el balón, su dominio es estéril y revela o un temor reverencial al espacio ideológico que encarna Ciudadanos o una comunión de objetivos con distinta escala cromática. Puede que unas nuevas elecciones fortaleciesen a Casado y debilitasen a Rivera, dejando entonces un camino expedito a un acuerdo PSOE-Cs. Si finalmente Sánchez se afana en su faceta conservadora, y le da por jugar a los dados, Ferraz alimentará la idea de la España irreformable, y la manija la seguirá llevando la derecha y su idea de escarmiento como forma de enardecer el nacionalismo español. Triste España la de la derecha contumaz, de banda también estrecha si la alternativa socialista se reduce a una especie de unionismo mágico, experto en apariencias, que sobrevalora su capacidad prestidigitadora porque en el fondo tampoco cree en la negociación.

TERRENO EMBARRADO

Con el juicio al procés visto para sentencia, el problema político debería situarse en su campo natural, aunque existe la duda, perturbadora, sobre el rol concreto que jugará Felipe VI en el nuevo escenario, de acuerdo con su idea del arbitraje y la moderación. De momento, la señal que ha enviado el Tribunal Supremo denegando el permiso a Junqueras para recoger el acta de eurodiputado es demoledora. En los meses de presidencia tras la moción de censura, Sánchez tuvo tiempo para calibrar qué hacer ante el panorama inminente, que debería dar pie a todo tipo de contactos, formales e informales, oficiales y oficiosos, con el mundo soberanista, seguramente abocado a elecciones. Un planteamiento elemental en la resolución de conflictos, pero un marco abominable para una derecha que alienta la existencia de un golpe. Por eso pensar que la solución en Catalunya pasa por el concurso inicial de PP y Ciudadanos, desatados en su 155 permanente, es un ejercicio de ilusionismo. Bienvenida cualquier aproximación colectiva, pero con base real, no para seguir ganando tiempo y cronificar el problema, cuando a estas alturas ha quedado claro que el independentismo hegemónico, que incluye a Puigdemont y a Junqueras, hubiera hecho renuncias en 2017 y volvería a renunciar en 2020 con tal de acordar una hoja de ruta con oportunidades para sus tesis. Porque la democracia y la negociación van precisamente de eso. De disponer de oportunidades.