Sin ánimo de exhaustividad, un listado de situaciones anómalas en el tiempo presente podría ser el siguiente. Las elecciones generales se celebraron un mes antes que las autonómicas y municipales, y sin embargo los gobiernos locales se han organizado primero, sin que haya siquiera una perspectiva de calendario cierto para la investidura del inquilino de Moncloa. Congreso y Senado se han constituido, pero no han nombrado ni sus comisiones ni a los portavoces sectoriales de cada grupo. Es la situación ideal para un ejecutivo en funciones: sigue ahí pero no tiene que preocuparse de un parlamento que parece haber renunciado a controlarlo o marcarle una pauta de actuación a través de cauces institucionales. Lo que sí se ha iniciado a pleno ritmo es la presencia de diputados y senadores en viajes internacionales, como esta semana recogía el Instagram de alguno de ellos, sea por extremo oriente o sea por la sede del Consejo de Europa, Estrasburgo. El Partido Popular no tiene nombrado portavoz parlamentario y equipo de dirección, lo que dice muy poco del coraje con el que su líder enfrenta la nueva encomienda como referente de la oposición. No se ha establecido un marco formal de negociación entre los partidos que parecen llamados a conformar una mayoría de investidura. Todo se trata mediante la vanidad de las declaraciones a los medios, sin que conste un mísero papel cruzado entre las partes. Aquello de retransmitir negociaciones por streaming era también mentira. Al muermo general contribuyen los medios de comunicación, a los que tanto les gusta engolarse analizando estrategias que ni existen, según un modelo de partida de ajedrez que sólo cabe en sus presuntuosas cabezas. Esta semana salió el dato de que el déficit público ha aumentado en los cuatro primeros meses del año un 15% respecto al pasado ejercicio, pero eso no importa a nadie aunque sea el presagio de serios problemas. Comentar la cifra en las tertulias es ingrato, mucho mejor poner voz grave a la hora de pronosticar si iremos a nuevas elecciones. España tiene una jefatura del Estado que apenas sirve de nada, si acaso como percha de los buenos sastres que hay en Madrid. En cualquier otro país que tenga la suerte de no padecer una cosa así, la institución contribuye a salir del impasse político, ayuda a que cristalicen acuerdos, ofrece perspectivas de interés general, se remanga. Aquí es como si no existiera otra cosa que un funcionario encargado de ponerle una compulsa a un papel que le dice al Congreso por quien debe empezar un proceso de investidura, cuestión que por otra parte admite poca originalidad. En unas elecciones votan más de 35 millones de españoles, pero al día siguiente de los comicios sólo seis o siete de ellos se creen con la capacidad para administrar la expresión de la voluntad popular. Ni siquiera sus ejecutivas o consejos. Lo que digan Sánchez, Iglesias, Junqueras, Rivera o Casado es lo que habrá de pasar. Nepotismo se llama la figura. El ejemplo extremo de esta situación nos lo presenta un señor llamado Esparza, que se cree personalísimamente capacitado para regalar dos diputados a cambio de que le den a él la presidencia de Navarra, como si los ciudadanos hubieran votado en las generales lo que querían para las forales. Aunque decir que esto es nepotismo es decir demasiado, digamos que constituye caciquismo y del de la peor época. En el tira y afloja entre socialistas y podemitas, todo el mundo sabe que lo que se dilucida realmente es la supervivencia del matrimonio Iglesias-Montero, que han de morar casoplón y aspiran a seguir frunciendo el ceño cuando la tele les hace una de sus tradicionales entrevistas felacionales. Y aunque sea tan evidente para todos, aun hay quien se atreve a decir que pugnan por un ministerio porque las urnas han establecido un mandato de gobierno de coalición, cuando el único mandato se traduce en escaños y, por tanto, en matemáticas. El círculo de despropósitos se cierra cuando todas estas anormalidades, y tantas más, se nos envuelven en la idea de que somos un país poco acostumbrado a pactos y acuerdos, mientras en el mundo civil y de las familias se convive productivamente entre diferentes sin limitaciones y sin imposturas. De nuevo, la política creando su propio mundo, sus propias reglas, su propio lenguaje. Que estamos ante una crisis institucional de primer nivel no parece que se pueda poner en dudar. Hay que refundarlo todo, ojalá una república.