Guerra comercial que tiene repercusión local. La intención de Trump de establecer unas nuevas reglas económicas mundiales que beneficien a su país y el estilo primario con el que se desempeña han desembocado en el uso de una de las herramientas más viejas de la historia del comercio, los aranceles. Frente a China y frente a Europa. Aquí andamos quejándonos de lo que van a repercutir en las ventas de vino, aceite, quesos y hortalizas, y la consejera pide que la Unión actúe de manera contundente. También ha ofrecido unos datos del previsible impacto económico en nuestras exportaciones, cifras bastante escasas de rigor por pacatas. Y con todo ello aflora esa actitud maniquea de echar la culpa a los demás -”una guerra geopolítica”, decía algún parlamentario- de lo que nos aflige. Los aranceles son una vuelta a los esquemas económicos de la edad media, a la cantonización comercial, una peste para la economía y los mercados que ya sólo utilizan los políticos incompetentes. Pero llama la atención lo fácil que se critican los más evidentes -los que hoy provienen del Imperio-, y cómo se aceptan sin rechistar otros muchos que nos asedian a diario.

Pensemos en el sector audiovisual europeo, en la industria que produce películas y series. No es poco talentoso en general, salvadas excepciones como las muy numerosas porquerías que se producen en España. Sin embargo, no es una industria que haya podido desarrollarse a la par que la norteamericana, y los estrenos que llegan de Hollywood son siempre los que prefiere el espectador europeo. Hemos sido incapaces de crear siquiera un Netflix continental que facilite el acceso de la producción a las casas del potencial espectador. ¿Cuál ha sido la respuesta de los gobiernos de nuestro continente ante esta decrepitud? Un proteccionismo mucho más terco que el que ahora Trump impone al vino. Probablemente nadie es consciente que en España se ha creado un recargo obligatorio a las operadoras de telecomunicación para que se pague la producción cinematográfica, igual que las televisiones han de invertir un porcentaje de sus ingresos (no de sus beneficios) en hacer películas y series nacionales. La consecuencia es que por ocurrente imposición del gobierno, cualquiera que contrate use línea de móvil o se tenga fibra en su casa está pagando obligatoriamente unos cuanto euros todos los años para que se rueden producciones que en el mayor de los casos son basurilla sin ningún valor cultural. Por ejemplo, todas las que promocionan constantemente las televisiones, al ser ellas mismas las productoras. En muchos casos son adaptaciones de películas de tercera categoría de otros países, sin originalidad creativa alguna. El carácter de este país se pone de manifiesto cuando se comprueba lo fácil que es chulear al ciudadano con recargos de toda índole -en la factura de la luz o en la del teléfono- sin que nadie rechiste. Pero Trump se va a cargar nuestras exportaciones de vino.

Tres cuartos de lo mismo ocurre en lo que hay detrás de la “tasa Google”, el impuesto especial que países como Francia y España quieren clavar a los grandes disruptores tecnológicos. Europa ha sido incapaz siquiera de promover el uso de un buscador propio de Internet, no digamos ya de desarrollar iniciativas tecnológicas tan abrumadoras como las que llegan de California. La respuesta es inventar un impuesto para quedarnos con parte de unos beneficios sobre unos negocios cuya generación de valor ocurre en el otro lado del mundo. Aquí llegamos incluso a sufrir a aquel tosco presidente de Telefónica -la primera tecnológica del país- reclamando que Google, Netflix y Facebook le pagaran por el uso de la red, como si no la pagara ya bastante cara el usuario. El mismo tosco presidente, Alierta, que se marchó de la empresa dejando más deuda que valor bursátil, el mismo tosco presidente que se dedicó a colocar en ella a urdangarines, bonos y barcinas. Mejor un abrevadero que una empresa pujante en el siglo XXI. Es imposible imaginar que aquí queramos imponer tasas a las tecnológicas norteamericanas y que estos aranceles no acaben siendo soportados por el mismo de siempre, el apenado consumidor. Como también es imposible imaginar que imponiendo tasas, Trump no responda con sus aranceles al vino. Pero el malo siempre será el de allá, no los infames gobiernos que aquí cargan sobre el pagano de siempre su clamorosa incompetencia para sacar a Europa de su decadencia.