Lo noticioso no reside tanto en la exhumación de Franco como en que se haya tardado casi 44 años en sacar al dictador de un mastodóntico mausoleo a su mayor gloria. Un flagrante caso de exaltación de un régimen genocida personalizado en su caudillo, de enaltecimiento de una tiranía edificada sobre un golpe de Estado -contra un Gobierno republicano emanado de las urnas- que en Navarra perpetró 3.500 asesinatos sin que este territorio constituyera un frente de guerra. Semejante aberración, justificada con el perverso argumento de que los pactos de la Transición conllevaban la impunidad de la dictadura incluso a efectos éticos, se ha sostenido durante cuatro décadas largas con la connivencia de la jerarquía eclesiástica por ese franquismo sociológico anidante en toda la derecha española y por los complejos socialistas hasta que Zapatero osó enmendar una injusticia histórica. Esa legitimación del fascismo se expresa ahora censurando por electoralista el procedimiento auspiciado por Sánchez -como si las fechas no las hubieran determinado los sucesivos recursos de los orgullosos deudos de Franco con idéntico afán obstruccionista que anteriormente el Partido Popular- y necesita todavía rebatirse con la fuerza de la verdad. Y justo por ello, y aunque se comprenda la pulsión natural de dinamitar el abyecto Valle de los Caídos o al menos dejar que lo cubra la yedra, parece más razonable resignificar ese monumento al horror y destinarlo a que las nuevas generaciones no sucumban a la manipulación de confundir entre víctimas y victimarios, entre demócratas y totalitarios. No cabe mejor antídoto contra los nostálgicos del franquismo, los residuos de ese facherío de toda la vida que hoy se presentan a las elecciones travestidos de liberales.