al como tradicionalmente viene entendiéndose la política, entre los partidos que hoy se juegan los votos mañana habrá vencedores y vencidos, triunfo y fracaso, ilusión y desengaño. Habrá quedado claro que las encuestas tenían razón o, por el contrario, que una vez más se equivocaron. En cualquier caso, uno de los contendientes habrá logrado el poder, ese objeto del deseo por el que algunos políticos dedican sus desvelos y otros venderían por él su alma. Lo cierto es que todos, ganadores o perdedores, tenían como objeto llegar a donde ha llegado el que a partir de hoy asumirá el privilegio y la responsabilidad de liderar el destino de Euskadi.

Pues bien, quien haya resultado vencedor en estas elecciones se va a encontrar con una situación que en lenguaje coloquial hay que definirla como un marrón, un monumental marrón que oscurece todo el glamur que pudiera atribuirse al poder, un sombrío panorama del que nadie puede esperar ningún privilegio. La expectativa que nos ha dejado -y, ojo, nos está dejando aún- la pandemia del coronavirus no es apta para pusilánimes ni para hooligans ciegos o trepas insensatos. Para afrontar esta situación casi catastrófica hace falta tener las ideas claras, el ánimo firme y un sólido sentido de la responsabilidad. Sería lógico deducir que quienes por la realidad de los votos hoy resulten liberados de ese compromiso, lo aceptarán con una sensación de alivio.

Un leve repaso al perturbador panorama que espera a quien los votos hayan decidido para liderarlo nos deja datos tan agobiantes como una caída del 8% del Producto Interior Bruto y una pérdida de casi 70.000 puestos de trabajo, según referencia ofrecida por el consejero de Hacienda y Economía del Gobierno saliente, Pedro Azpiazu. Añádase la caída de la demanda interna, del consumo, de la inversión y para que no falte de nada, la reducción drástica de casi un 20% de la recaudación fiscal. Suma y sigue (o resta y sigue) a estos datos económicos preocupantes, las asignaturas que la cuarentena dejó pendientes como acometer un reforzamiento a fondo del sistema público de salud, un impulso a la educación y la cultura tan deterioradas por la cuarentena, una ampliación del marco de asistencia a los más desfavorecidos, que son muchos más que hace siete meses. Todo ello sin un solo paso atrás en la atención al medio ambiente, a las nuevas tecnologías y a la aspiración de un autogobierno pleno. Puestos a añadir nubarrones, el nuevo Gobierno debe ser consciente de que el covid-19 sigue agazapado entre nosotros y que muchos ciudadanos irresponsables mantienen su actitud de jugar a la ruleta rusa con el virus poniendo en máxima tensión la alerta sanitaria.

El pavoroso panorama que abre esta legislatura nos exige, por una parte, elegir a quien se considere más capaz en base a su programa y a su experiencia en la gestión, en una situación anómala que nos obligue a renunciar en parte al maximalismo ideológico conscientes de que para liderarla es preciso el máximo apoyo posible, eso que suele denominarse "un Gobierno fuerte", sólido, con suficientes apoyos como para dar consistencia a sus decisiones. No puede negarse que esta campaña ha sido atípica y que estas elecciones tienen su punto de inoportunidad, pero debe evitarse que el resultado sea pervertido por la abstención y que la inasistencia a las urnas desvirtúe la auténtica voluntad de la ciudadanía.

Y a quienes las urnas han situado en la oposición, sepan que ello no les libra de la corresponsabilidad en la gobernanza. No podemos permitirnos una oposición que sea obstáculo permanente, obstrucción para toda iniciativa del adversario, dedicada exclusivamente al desgaste del Gobierno. Este pueblo no merece una oposición que, por el hecho de serlo, no se sienta también partícipe de los proyectos para hacer frente al complicado panorama que nos espera, por el mero hecho de haber sido propuestos por el elegido gracias a la legalidad de los votos.