a algarada torpe y estrafalaria que el pasado miércoles invadió el capitolio de los EEUU ha sido el punto final del estridente mandato de Donald Trump. No podía ser de otra forma. A regañadientes, y advertido por sus asesores del sombrío panorama judicial que tiene por delante si bloquea el traspaso de poder, el todavía presidente ha concedido la victoria a Joe Biden. En política se puede hacer de todo menos el ridículo, y las imágenes del Capitolio, carne de mofa y meme en medio mundo, han enterrado todas sus expectativas. Posiblemente también para el futuro. Hasta para dar un golpe de Estado hace falta un mínimo de seriedad.

El próximo día de San Sebastián Trump dejará la Casa Blanca abandonado por su partido, pero jaleado por millones de personas convencidas de que la victoria demócrata es fruto de un fraude electoral. Muchas ellas armadas y dispuestas a resistir. Es el punto final a cuatro años de confrontación total en la política norteamericana llevada al extremo. De mentiras y patriotismo ultra. De azuzar los instintos más peligrosos de una extrema derecha paramilitar difícilmente controlable a partir de ahora. "Retroceded y esperad", les había pedido Trump. Y ahí están.

La política norteamericana siempre tiene un reflejo exterior. De la ola del Yes we can de Obama a través de las redes sociales irrumpió el efecto Podemos; de la misma forma que el populismo neofascista y las fake news de Trump hicieron crecer bolsonaros y salvinis. Es pronto todavía para conocer las consecuencias que el relevo institucional en la Casa Blanca tendrá en el resto del mundo occidental. Pero es previsible que lo ocurrido la última semana, que medio mundo ha seguido por televisión, también tenga un efecto colateral en los países del entorno cultural.

Algunas consecuencias ya se están dejando sentir. Jair Bolsonaro y Boris Johnson han saludado al nuevo presidente. Ha sido todo tan burdo que incluso sus principales aliados internacionales empiezan a dar la espalda a Trump. También quienes le han venido jaleando durante todo este tiempo desde dentro del propio Partido Republicano, y que reniegan de su líder en una nueva muestra del oportunismo que hoy en día domina todo el arco ideológico. En política los aliados siempre son circunstanciales.

En cualquier caso, si de algo ha servido la parafernalia de los últimos días ha sido para evidenciar hasta dónde está dispuesta la derecha, o al menos una parte de ella, para recuperar el poder. Porque ni las noticias falsas, ni la deslegitimación del Gobierno, ni la criminalización del adversario son exclusividad trumpista.

No hay que mirar muy lejos para recordar cómo el PP se negó a reconocer la victoria del PSOE en 2004, cuestionando la autoría de los atentados del 11-M con una teoría conspirativa que prolongó durante más de cuatro años. Y algunos protagonistas de aquella etapa siguen siendo hoy personajes activos e influyentes de la política española. O, más recientemente, cómo se niega la legitimidad del Gobierno de España, se cuestiona el derecho de Pablo Iglesias a asumir poderes ejecutivos o se acusa al presidente de "traicionar a España" por cerrar un pacto presupuestario.

De alguna forma, cuando la derecha pierde el poder, pierde también la razón, y en ocasiones hasta el sentido democrático. Sin capacidad de argumentar una política alternativa, todo se reduce al insulto y a la crispación, renunciando a cualquier autocrítica del pasado y sin la paciencia necesaria para construir un discurso que no pase por la confrontación total y absoluta. La urgencia se impone a todo lo demás, y entre banderas y proclamas patrióticas el fin acaba justificando casi cualquier medio.

Tampoco en esto Navarra es una excepción. UPN perdió el poder en 2015 de forma más que merecida después de una legislatura marcada por los recortes y un malestar social creciente tras 20 años de Gobierno. Y la respuesta no ha sido muy diferente a las que han ofrecido otras derechas en Washington o en Madrid. No ha habido la más mínima autocrítica, ni tampoco una reflexión serena. Ni una voz interna que haya cuestionado la estrategia seguida los últimos cinco años.

En Navarra también se cuestionó la legitimidad de Uxue Barkos para gobernar por el mero hecho de declararse abertzale. No era lo que hacía, sino quién era. Entre banderas se anunció el fin de Navarra, y con falsedades se argumentó una imposición del euskera irreal. Miles de personas salieron a la calle convencidas de que su tierra y su identidad iban a desaparecer. "Sois parias en vuestra propia tierra", se les decía para sembrar el resentimiento. Hoy son María Chivite y el PSOE quienes traicionan a su comunidad solo por querer gobernar.

Una estrategia de tensión política que no está muy lejos de la que ha empleado Donald Trump los últimos cuatro años, que ha acabado apuntando a la propia legitimidad de las instituciones. Cuestionando no solo la autoridad moral de su rival para gobernar, sino su propia presencia en el poder ejecutivo, lo que convierte cualquier decisión en ilegítima. Abriendo una peligrosa grieta en el corazón de la sociedad, entre los propios y los contrarios, ya sea por motivos ideológicos, raciales, lingüísticos o territoriales.

En Navarra, y también en España, se han dicho muchas cosas y muy graves los últimos años. Grupos policiales se manifiestan con amenazas veladas hacia al Gobierno mientras militares retirados hablan de fusilar a millones de personas. Se repiten las mentiras, se exageran realidades y se vaticinan futuros inciertos que nunca llegan. No, Trump no es una excepción. Solo ha llevado al extremo la estrategia de confrontación y polarización política con el único fin de conservar el poder. Ha sido más burdo y torpe, pero no muy diferente. Porque para algunos un gobierno que no sea el suyo nunca será legítimo. Y eso siempre es peligroso.

En Navarra y en España se han dicho cosas muy graves estos años. Para algunos, un Gobierno que no sea el suyo nunca será legítimo

Trump no es una excepción. Ha sido más burdo y torpe, pero no muy diferente.

Solo ha llevado al extremo

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