s difícil encontrar una mala palabra de Salvador Illa en su paso por el Ministerio de Sanidad. Nunca levantó la voz. Ni en los peores momentos de la pandemia, ni ante las duras, y muchas veces injustas, críticas recibidas de prácticamente todo el arco parlamentario. Siempre tuvo una respuesta tranquila y sosegada. Nunca perdió los nervios. Cuando el barco parecía ir a la deriva, Illa fue la voz que dio tranquilidad.

No es fácil acertar con el tono, cuando callar parece debilidad y entrar a la confrontación solo alimenta el ruido. Pero Illa encontró la tecla perfecta, y el histórico fontanero del PSC que había llegado a Madrid cumpliendo la cuota catalana en los Gobiernos del PSOE a un ministerio menor -Podemos rechazó Sanidad porque no le veía peso político- , ha acabado siendo el candidato perfecto. 33 escaños y un 23% de los votos devuelven al PSC al centro del tablero catalán. Illa no podrá gobernar, pero puede jugar un papel clave en la nueva etapa política que se abre a partir de ahora.

Nacido en 1966 en el seno de una familia trabajadora de La Roca del Vallès (Barcelona), el candidato socialista se forjó en la política municipal desde muy joven y se convirtió en alcalde de su ciudad natal con solo 29 años. Tras diez años como alcalde, tuvo cargos alejados de los focos, en la Generalitat y en el Ayuntamiento de Barcelona, hasta que el líder del PSC, Miquel Iceta, lo reclamó en 2016 para ser el secretario de Organización.

Illa tuvo que gestionar un partido aún herido tras la crisis sufrida en los primeros compases del procés, pero su talante discreto y trabajador pronto le valieron la confianza de los dirigentes territoriales. Promovió pactos postelectorales en todo el territorio con todas las fuerzas catalanas, desde la CUP hasta Ciudadanos, y dejó su impronta en una de las alianzas más polémicas en Cataluña: la del PSC y JxCat para hacer a la socialista Núria Marín presidenta de la Diputación de Barcelona. Fue también un negociador clave con ERC para la investidura de Pedro Sánchez, que después lo convertiría en el ministro de Sanidad.

Con la pandemia, Illa pasó de ser un desconocido para muchos a estar presente en los televisores de todos los hogares españoles en las horas de más audiencia. El tono pausado que solía imprimir cuando gestionaba el aparato del partido impregnó sus comparecencias en los meses de emergencia sanitaria.

Licenciado en Filosofía y seguidor del Espanyol, Illa acató la orden del partido para iniciar una aventura que las encuestas rápidamente anunciaron exitosa y que la maquinaria socialista ha puesto en el primer plano de la política. Pero que si bien ha devuelto al PSC a sus números tradicionales -los socialistas han recuperado todos los votos del cinturón rojo de Barcelona que se fueron a Ciudadanos durante el procés-, el empate a escaños con ERC deja cierto sabor agridulce. Aunque son primera fuerza en votos en Catalunya los socialistas no podrán gobernar, pero pueden jugar papel importante en una etapa en la que va a hacer falta mucha mano izquierda y mucha cintura para buscar una solución política a un conflicto político que sigue enquistado en los tribunales.

El éxito de Illa es también una victoria del PSOE y del Gobierno central, que ve a su ministro de Sanidad refrendado en las urnas. El voto útil ha dejado fuera de juego a la derecha -PP y Ciudadanos quedan rotos y superados por Vox-, sin apenas margen de oposición real en el Congreso. Y supone además un aval para las decisiones que a partir de ahora habrá que tomar en Catalunya. Un reto muy diferente a la gestión de la pandemia, pero no menos complejo. El debate sobre los indultos a los presos del procés pronto estará sobre la mesa.

Illa confirmó ayer que quiere optar a la investidura en un Parlament con mayoría holgada soberanista, y con una extrema derecha crecida y dispuesta a elevar la tensión todo lo posible como altavoz para el resto del Estado. No será president, pero tendrá en su mano un papel mediador en una etapa en la que el eje identitario empieza a cambiar hacia el eje social. Y eso va a requerir decisiones arriesgas que no dependan del interés electoral del corto plazo.

Se inicia así una nueva legislatura en la política catalana que arranca previsiblemente con el PSC como primera fuerza de la oposición, pero también como pieza de enlace entre la mayoría soberanista y el Gobierno central. Al menos entre ERC y el PSOE, dos partidos llamados a entender en los próximos meses en Madrid y en Barcelona, pero con una evidente desconfianza que deberán superar para poner en marcha la mesa de partidos aparcada hace ya varios meses.

La mano izquierda de Illa, su discurso conciliador y su capacidad de acuerdo serán imprescindibles para dar la vuelta a un clima de hastío en la sociedad catalana. Y que más allá de los porcentajes puntuales de cada elección -esta vez el independentismo sí sumó el 50% de los votos, y ese no es un dato menor- sigue dividida prácticamente por la mitad. Azuzar esa división o buscar puntos de encuentro que rompan la tónica de bloques es el reto del líder socialista. Asumida que la presidencia será para ERC, al PSC le toca decidir si quiere ser oposición o facilita una tercera vía. Lo que hoy parece tan claro quizá en unos días no lo es. Las cartas repartidas ayer dan mucho juego y el PSC tiene buena mano. A Illa le corresponde a hora determinar si quiere jugar la partida.

Illa debe decidir si apuesta por hacer oposición o busca puentes que faciliten la salida a un conflicto político enquistado en los tribunales