l próximo miércoles, el BOE publicará la Orden Ministerial que suprimirá la obligación de usar mascarillas en interiores, salvo en el transporte público y en centros sanitarios. Cualquier cosa es posible, pero no parece que en esta ocasión se vaya a distribuir en el grupo de WhatsApp de los ministros la instrucción para cacarear a toda hora una frase del estilo “las mascarillas dejan paso a las sonrisas”, como ocurrió el año pasado. El ridículo argumental, comparable al de aquellos “salimos más fuertes” o “hemos vencido al virus” que también se escucharon meses atrás, tal vez sea lo de menos. Lo de más es que cuando se lanzó el mensaje de las sonrisas se privilegió la propaganda política para lerdos sobre el interés de la salud de la población, y la frivolidad tuvo consecuencias. Como si la mascarilla hubiera sido una pena impuesta, una ladrona de alegría, cuando cabalmente constituía entonces y constituye también ahora una ayuda en nuestra protección e higiene. El problema que tenemos con esta tela de celulosa no es que nos robe la expresividad o la vitalidad. Es que en ella se materializara una obligación legal, una imposición del poder público que decidió cuándo y dónde había que portarla. Inevitablemente fue tomada, la obligación, como una carga discrecional, ajena a la razón científica, una más dentro de un compendio de ocurrencias de unos políticos incapaces de aportar sentido común y solvencia en las medidas de contención de la crisis. Ahí germinó una insensata displicencia, lo de llevarla arrastrada bajo la nariz, mal ajustada, como el que se desanuda la corbata en una boda. En lugar de entender que era una representación del respeto que nos deberían merecer los demás, y al mismo tiempo la más sencilla medida de prevención personal, se convirtió para muchos en el epítome de lo forzado, lo impuesto y lo repudiado.

Que la pandemia haya pasado a la historia dependerá exclusivamente de que el virus no tenga una mutación que lo convierta de nuevo en peligroso. Vendrá dado por una casualidad, si los cambios que de forma natural se producen originan una variante que tenga la habilidad de eludir la inmunidad que la gran mayor parte de la población hemos adquirido con la vacunación o con contagios previos. Prudentemente, no cabría cantar victoria al menos hasta que pase el próximo invierno, cuando la circulación de los gérmenes respiratorios es máxima en los espacios cerrados. Pensar que esto ya ha pasado y que se ha superado la pandemia es una mala ilusión, y por eso hay que tener mucho cuidado con el mensaje oficial que a partir de esta semana se pretenda divulgar. Pero lo que en ningún caso se ha resuelto es qué hacer con una sanidad que, por una parte, ha sido lo que nos ha salvado del desastre total, pero por otra ha mostrado su endeblez y carencias. Puede que la gran amenaza biológica de estos dos años desaparezca, y sin embargo no habrá dejado detrás un proyecto político de reconstrucción sanitaria a largo plazo, algo que tan claramente la sociedad ha visto que es necesario. No hay un plan que de forma coherente diseñe el reforzamiento en recursos y capacidades. No hay una definición de cómo ha de ser la sanidad a partir de ahora, de qué manera ha de poder resolver no sólo las amenazas imprevistas, sino todo el trabajo con las enfermedades crónicas en una sociedad que envejece. No se habla de cómo enfrentar el reto de la prevención, la primaria (evitar los factores de riesgo de las enfermedades) y la secundaria (evitar la enfermedad cuando se producen esos factores de riesgo). No se han previsto decisiones inteligentes sobre los factores que afectan directamente a la generación de resultados en salud: unas plantillas profesionales menguadas y agotadas, unos tratamientos que no llegan a muchos pacientes, y unas tecnologías digitales que apenas tienen carácter simbólico. Ni visión, ni planes, ni soluciones, ni recursos. Nada. La pandemia ha pasado como si fuera un año de mala cosecha por la sequía, y haya que esperar a ver si el siguiente llueve más. En medio del páramo, sólo algunas iniciativas merecerían concitar el mayor apoyo político y civil. En el País Vasco se ha trabajado ya en la creación del centro “Basque Advanced Therapies”, y se han comprometido para él los fondos del Plan de Recuperación acordados con el Estado. En Navarra, el departamento de Salud ha avanzado su intención de aprovechar lo que queda de legislatura para reforzar en lo posible el SNS-O y aplicar en su beneficio algunas de las muchas lecciones aprendidas. Haría falta bastante más, tanto como un proyecto general de reconstrucción sanitaria que abarcara todo el sistema, y del que se sigue sin hablar.