Un rato antes de que suene el timbre en el colegio público San Miguel de Doneztebe / Santesteban, hacia las dos de la tarde, las aceras de los alrededores ya están salpicadas por un buen puñado de madres, abuelas y abuelos y algún padre, esperando como todos los días a que sus pequeños salgan de clase. Para Galina, en cambio, esta cotidianidad es absolutamente nueva. Ella, nerviosa, da vueltas de un lado a otro: hoy es el primer día de clase para su hijo Igor, de 11 años, y su hija Alexia, de 14. Hace poco más de dos semanas que llegaron a Navarra huyendo de las bombas de su ciudad, Jarkov, en Ucrania.

Finalmente, y un poco rezagado, Igor sale por la puerta dando brincos, como un torbellino y con una enorme sonrisa. Se abalanza sobre su madre y le exclama en ruso: "Mama, ochin jarasho!" ("¡Mamá, muy bien, muy bien!"). Galina suspira tranquila. Igor nos cuenta que se lo ha pasado muy bien. Le enseña la mochila nueva que le han dado en el colegio, un ordenador —Chromebook— del Departamento de Educación y una libreta con un pequeño vocabulario de ruso-euskera y castellano.

Al rato, por la misma puerta sale su hermana Alexia, de 14 años. El instituto de Educación Secundaria Mendaur y el CEIP San Miguel comparten patio y espacio. Alexia sale contenta, pero resopla un poco. Dice que sus compañeras y compañeros son muy simpáticos, pero se le va a hacer difícil aprender el idioma, a pesar de que ya entiende algo de castellano. Ernesto Domínguez, director de la escuela pública, y Bihotz Unanua, directora del instituto, salen también al patio para charlar con Galina y con los chiquillos.

Este primer contacto con las aulas, al igual que Igor y Alexia, lo han vivido ya 175 niños, niñas y adolescentes ucranianos que desde que comenzó el conflicto están ya escolarizados en centros educativos de Navarra. De momento, según explica Ernesto, se ha seguido el mismo procedimiento que aplican cuando se incorpora un alumno de forma tardía a mitad de curso. Además, en las escuelas públicas de Navarra, existen también protocolos para la incorporación de estudiantes que no poseen la lengua de trabajo, ya sea el euskera o castellano.

"Parece que hoy todo ha ido bien y están contentos, pero luego hay que trabajar en el día a día", apunta Ernesto, que explica también cómo se hacen las evaluaciones de conocimientos, cómo están tratando también de que Igor siga en parte también las clases online que ha habilitado el Ministerio de Educación de Ucrania y el sistema mediante el cual, uno de sus compañeros de clase hará de "embajador" o padrino para que todo vaya más rodado estos primeros días.

Solidaridad vecinal

Igor, Alexia y su madre Galina son una de las tres familias que el pasado 14 de marzo recalaron en esta pequeña localidad de Malerreka, después de un azaroso éxodo desde Ucrania. Todo empezó el 24 de febrero cuando el presidente de la Federación Rusa, Vladimir Putin, dio orden de atacar Ucrania y bombardear Jarkov, la ciudad donde vivían Galina y sus hijos.

En esa misma ciudad tenía el empresario guipuzcoano Fernando Sánchez su negocio: una empresa de exportación e importación de aceite de girasol. "Ahora mismo no sé ya ni si existe la fábrica ni nada; han destrozado todo", explica Fernando, que lleva haciendo negocios con el país eslavo desde hace 9 años cuando comenzó a importar caviar de Ucrania.

Fernando había estado en Jarkov apenas unas semanas ante de que comenzase la guerra y no podía creer que fuese la misma ciudad elegante, viva y tranquila que ahora estaba bajo los proyectiles y la metralla. Su socio ucraniano le pidió ayuda para sacar a su familia de allí y Fernando no pudo eludir la llamada de auxilio.

Decidió organizar mediante amigos y contactos la forma más eficaz de traer a la familia de su socio, en principio iban a volver en avión, pero fue inviable. Pero no solo esa fue su sorpresa: "Pensaba venir con tres personas, la mujer, el hijo y la suegra de mi socio y regresé con 17, cinco familias ucranianas€ Pero ¡cómo iba a dejarlas allí!", explica. Debido a la complicada situación en el país, se sumaron más parientes que querían ponerse a salvo.

Así, junto a Fernando viajaron tal y como estaba previsto Anguelina —la mujer de su socio—, su hijo Alex de cuatro años y Tatiana, la abuela de 58 años y suegra de su compañero de negocios. Pero también, Inna, la prima de Tatiana, sus sobrinas Marta y Mariana con su hijo Maxim, también de cuatro años; Galina y sus hijos, Igor y Alexia; y otras dos familias más, que finalmente tras pasar por Guipúzcoa y Navarra decidieron marcharse a Madrid. Las otras se quedaron en la comarca navarra de Malerreka, a orillas del río Ezkurra.

Anguelina, la hija de Tatiana, es psicóloga al igual que Galina, que además trabajaba como profesora de yoga. Su tía Inna era secretaria en un parque de bomberos y atendía las llamadas de emergencia, Mariana era profesora de ucraniano en la escuela y su hermana, Marta, trabajaba en una agencia de turismo.

"Todas son muy inteligentes, todas teníamos profesiones buenas, una familia y un nivel de vida, aceptable. Incluso diría que bueno. Ahora parece que el tiempo se ha parado, todo parece el mismo día desde que comenzó la guerra. Nunca pensé que fuese a estar aquí", explica Tatiana, orgullosa, al saber que una de las muchachas que llegó ya tiene una oferta de trabajo para emplearse en el restaurante Santamaría de Santesteban. El resto, en breve, recibirán unas charlas informativas del Servicio Navarro de Empleo para conocer su situación y cómo emplearse, si lo desean gracias a su estatuto de protección temporal.

Reunión con el consejero Eduardo Santos

Hace unos días, además, estas tres familias ucranianas se reunieron en Santesteban con el consejero de Políticas Migratorias y Justicia del Gobierno de Navarra, Eduardo Santos; la directora general del Servicio de Acogida y Acompañamiento, Virginia Eraso; el director regional de Cruz Roja Navarra, Juan José San Martín; el presidente de la Mancomunidad de Malerreka, Jon Telletxea, y las responsables de los servicios sociales de la zona como Begoña Alberro.

En esta reunión informal y de trabajo, escucharon las historias de Galina, Tatiana e Inna y, sobre todo, les asesoraron sobre cómo será su estancia en Navarra, cómo inscribirse en el colegio, cómo solicitar la tarjeta del Servicio Navarro de Salud, cómo realizar a través del Centro de Atención a la Emergencia en Ucrania la gestión para obtener la protección temporal y el permiso de residencia. Y qué esperar de su estancia.

No solo han recibido el apoyo de las instituciones, al igual que otros ucranianos y ucranianas; si no que su acogida se ha hecho especialmente gracias a la generosidad y a la organización vecinal de toda la comarca de Malerreka. Tal y como explica Natalia Rekarte, alcaldesa de Donamaria y propietaria de la tienda de ropa infantil Kukuka: "Una de las familias está alojada en uno de los pisos que tiene la Mancomunidad de Malerreka para servicios sociales, pero la otra está alojada en una casa que ha donado un particular, Luis Miguel Apezetxea.

Mientras, las vecinas y vecinos y comerciantes de Santesteban han puesto un bote en la panadería y el supermercado Ruiz para que puedan comprar lo que necesiten. A lo largo de la comarca hemos habilitado varios puntos de recogida de ropa, comida y bienes para la gente que está haciendo donaciones".

"Y ya se han organizado varias clases de castellano en la biblioteca, gracias a profesoras y maestros voluntarios", le replica Josemi Aranguren, otro de los anfitriones de esta acogida. Uliana, la hija de Jose Miguel, es de origen ruso y aunque tenía el idioma olvidado desde la infancia ha servido de enlace y traductora para estas familias. Al igual que Denis, un joven ucraniano que desde hace años vive en Navarra y ofreció comidas gratis en el bar Bixen que regentan él y su madre.

Estas familias estuvieron acogidas de forma provisional los primeros tres días en el hostal Ameztia y también en casa de José Miguel, Ixabel y Uliana. "Por las tardes, me voy con los chavales ucranianos de excursión al monte o a que conozcan otros sitios y no estén pegados al teléfono móvil porque se ponen todo el rato a ver imágenes de la guerra, las bombas y se ponen muy tristes", explica Josemi, que la semana pasada para celebrar el cumpleaños de Igor se marcharon a tirarse bolas de nieve a Belate.

"Nuestra cabeza, nuestro corazón y nuestra alma está en Ucrania"

"Nos han tratado como una auténtica familia. La gente es muy amable aquí. No pedimos nada y las vecinas, la gente en la calle, nos dan de todo. Son encantadores. En nuestra región no hay montañas, no hay riachuelos. Aquí hay mucha tranquilidad. Yo había leído muchas novelas de Alejandro Dumas y ahora me parece estar en una de sus historias. Aquí estamos bien, pero nuestra cabeza, nuestro corazón y nuestra alma está allí", rememora Tatiana.

"Todo el tiempo, hasta que pase la guerra, estaremos preocupadas, no podemos ser felices aquí. La semana pasada murió el tío de Marta y Mariana. Todos los días nos llegan noticias de fallecidos, de personas que conocemos que han desaparecido. Lloramos cada día, lloramos con cada noticia que llega de nuestro país", relata, que tenía una empresa de muebles con más de 10 empleados en Jarkov, hoy destruida.

Tatiana vivía a 80 metros de la plaza de la Libertad ­de Jarkov —la tercera plaza mayor más grande en Europa—, en la que se asentaba el edificio de Delegación del Gobierno que fue bombardeado y completamente destruido. Esa fue una de las primeras imágenes de la devastación que nos llegó del asedio a la ciudad.

El marido de Inna trabajaba como transportista y carpintero en la empresa de Tatiana, él no está en el ejército, pero trabaja conduciendo un convoy humanitario: casi a diario hace el peligrosísimo trayecto desde Jarkov hasta Kiev y la frontera con Polonia, sorteando las bombas, para llevar víveres a las ciudades asediadas. "¡Cómo vamos a estar tranquilas! No se puede dormir por las noches sabiendo que tu esposo está en esos caminos", exclama Tatiana. Y comenta que también están atacando las tiendas y los mercados para desabastecer a las poblaciones.

Jarkov, que está ubicada 490 kilómetros al este de Kiev y a tan sólo 30 de la frontera rusa. La gran mayoría de sus vecinos y vecinas tienen el ruso como lengua materna, como Tatiana, Galina, Inna y sus familias. En esta ciudad que llegó a ser en tiempos una de las ciudades más pobladas del país. Hoy se estima que, tras el inicio de la guerra, ya solo queda un tercio de su millón y medio de habitantes.

Cinco días después del inicio de la guerra, la ofensiva de Vladimir Putin se intensificó, empezaron a sonar las sirenas antiaéreas y a caer bombas cada hora y media sobre Jarkov. "El ruido era insoportable, todo el edificio temblaba", cuenta Tatiana. También cayeron bombas cerca del suburbio donde vive su hija y su nieto, Alex.

"No les dio tiempo a bajar a sótano, la bomba cayó a pocos metros de su casa", explica. Desde ese momento, su pequeño nieto Alex, de 4 años, es muy susceptible a cualquier ruido y se quedó durante muchos días sin hablar. "Estuve muy preocupada, creímos que se había quedado traumatizado", añade.

El décimo día de guerra

El décimo día de la guerra, Tatiana ya no podía más, así que hizo una maleta ligera, metió en una bolsa todos sus documentos y se fue a buscar a su hija, a su nieto y a su prima Inna. Viajaron juntas hacia Lviv (Leópolis, en castellano) cerca de la frontera del país. Allí se alojaron con unas parientes, Marta y Mariana.

Cuando parecía que habían conseguido un poco de tranquilidad, el régimen de Vladimir Putin decidió bombardear también cerca de Liev, a 15 kilómetros de la frontera con Polonia y acosar y atemorizar a estas ciudades. Antes esta situación, Marta, Mariana y su hijo Maxim; al igual que Galina y sus hijos decidieron también irse de Ucrania junto a Tatiana y su familia.

Ahora, casi un mes después de todo aquello, el pequeño Alex sigue con muchos problemas para dormir, muy asustadizo. "Llora y grita mucho, reclama también a su padre que sigue allí, en Ucrania", explica la abuela. "Pero ya ha empezado a hablar de nuevo e incluso a sonreír". Mientras Tatiana cuenta todo eso, Alex juega con un coche y un camión sobre una mesa del bar Ameztia de Santesteban y luego se va contento a la calle con un helado de chocolate de la mano de su madre Anguelina.

"Yo nunca me hubiese imaginado irme así de mi país, nunca imaginé tener que escapar. Ahora solo espero que mi hija y mi nieto vivan en paz, aquí en Navarra, hasta que podamos volver a casa", reflexiona Tatiana, con las mismas esperanzas que las otras 1.200 personas desplazadas por el conflicto que ya se encuentran en nuestra comunidad.