CUANDO Vasko cogió el balón y se encaminó hacia el punto de penalti el pabellón hervía, era un inmenso griterío, una jauría de sonidos y emociones en la pista y en la grada. Con los aficionados de uno y otro equipo dedicados a dar ánimos sin descanso a los privilegiados protagonistas de esta última jugada, el partido pareció que se congelaba. Un amago, otro amago y en el tercero el jugador antoniano lanzó hacia el lado donde aguardaba Matías, el portero del Helvetia, para hacerse con la pelota y con el punto para su equipo.
Al margen del resultado, que a unos gustó más que a otros, es difícil que alguien hubiera podido elegir un final más adecuado para un reencuentro de equipos y aficiones 31 años más tarde. Después de tanto tiempo esperando a esta cita, hubiera sido del todo injusto otro desenlace, sobre todo porque nadie mereció ayer irse a casa con el sabor de la derrota. Ni jugadores ni aficionados.
Fue un día inolvidable para toda la gente del balonmano de Pamplona y de toda Navarra, para todos los que aman este deporte y que disponían de una ocasión única para verse las caras como amigos y rivales sobre una pista de juego, con los colores de los dos equipos más representativos de esta tierra en la máxima categoría. Una bendición que no siempre sucede.
Por eso de que los hinchas del Anaitasuna jugaban fuera de casa se hicieron notar más rápidamente que los antonianos, algo más calmados y con ese poso que dan los años pasados en la élite. Aunque el grueso de los aficionados del Helvetia se colocaron en una de las esquinas, tenían a su gente desperdigada por todo el pabellón perfectamente visibles por sus camisetas de verde fosforito. Imposible que pasaran desapercibidos. Querían dejarse notar. Era su día.
Los antonianos se comportaron como unos perfectos anfitriones. No chillaron tanto como sus rivales de la otra zona de la ciudad, pero cuando sus jugadores metieron otro ritmo al partido se sabía sin discusión de quién era la pista. Animaron y lo hicieron con ganas, no fueran a pensar los del Anaitasuna que el asunto les iba a resultar fácil.
Entre ambas aficiones se bastaron para que el partido fuera adquiriendo velocidad de crucero conforme iban pasando los minutos. No podía haber nada que pudiera fastidiar la fiesta. Ni tan siquiera se protestaba a lo árbitros, lo que suele ser de lo más habitual dadas las circunstancias, porque ayer el protagonismo tenía que ser del balonmano. Los jugadores lo entendieron muy rápidamente y no solo en gestos hacia la galería, sino en multitud de detalles de unos jugadores con otros. Sin malos rollos, sin dar nada al rival.
Claro está que un derbi no es un derbi sin los típicos picadillos entre los aficionados, como esos del Anaitasuna que se fueron del pabellón visiblemente felices preguntándose por el paradero de las Koplowitz y de Miguel Sanz. Y los del San Antonio, algo cabizbajos, pensando ya en el partido de vuelta donde ellos tendrán que acudir a la casa del rival. Será un viajo corto. Ya falta menos.