AMOREBIETA

"Oye Manolo, que se ha caído Marino y esto tiene mala pinta...".

Nada más colgar el teléfono, Manolo Saiz, que se encontraba dirigiendo a la ONCE en la París-Roubaix, buscó la manera más rápida de volar para estar con Marino. Se reunió con José María Arroyo, presidente de la ONCE, y Pablo Antón, y juntos se presentaron en el hospital de Galdakao, donde había sido ingresado el vizcaíno.

Lo que allí les contaron les preocupó. En la caída, Marino se había golpeado la espalda y sufría un aplastamiento vertebral en la zona más baja, la raíz de los nervios vinculados a las extremidades. Estaba inquieto. Tras el impacto con la pata del quitamiedos había sentido un pinchazo tremendo en las piernas y temía que las secuelas le lastrasen de por vida. Su destino ciclista no era prioritario. Había asumido de inmediato que su carrera se había acabado. Fue lo primero que les dijo a Saiz, Arroyo y Antón cuando se asomaron por la puerta de la habitación: "La lesión es importante, pero así podrán salir a la luz las nuevas generaciones". Hablaba de Zulle y Jalabert. Dicen que el primer pensamiento de Marino siempre era para el equipo. Los demás. Generoso.

Paradójicamente, al ciclista que había recorrido el mundo a pedales, medio millón de kilómetros anotados en su cuaderno de bitácora, el espíritu de cicloturista, el alma guerrera y el corazón forrado de humanidad, le descabalgó una caída durante la disputa de la Klasika Primavera de hace 20 años. Fue en Autzagane, un lugar por el que había pasado mil veces, a una veintena de kilómetros de su casa de Berriz y a un palmo de Amorebieta, el pueblo en cuya sociedad se hizo ciclista.

Lágrimas por Marino Aquella mañana de primavera de 1992 no tenía nada de especial. Llovía como casi siempre llueve en la Vuelta al País Vasco y su final de fiesta en Amorebieta. Marino se había quedado en el segundo grupo después de coronar Muniketa y Autzagane. Camino de meta, iba relajado. Recuerda que pensaba en sus cosas. En que unos días después tenía que incorporarse a la concentración de la ONCE de cara a la Vuelta a España, la última. Meses antes había decidido colgar la bicicleta al finalizar la temporada. Tenía 35 años, buena salud y piernas para luchar por ganar. Quería que le recordasen así, no arrastrándose lastimosamente. Pensaba en una retirada a tiempo.

Marino lo recuerda todo sin frustración. Que llovía y que bajaba Autzagane cuando la bici le hizo un extraño, se alarmó y reaccionó tratando de corregir la trayectoria porque no quería caerse allí mismo, sobre el asfalto duro y frío. Que visualizó, en el descontrol, las escapatorias que tenía. Y que no le gustaba la más inmediata, la trazada recta y un salto espectacular al prado. Así que forzó la curva. El asfalto era de hielo. Se inclinó y acabó patinando. En el siguiente fotograma golpeó su espalda recta con la pata del quitamiedos. Allí se quedó. Quieto.

El doctor Iñaki Iñigo calcula que tardaría algo menos de un minuto en llegar a la curva. Salió del coche médico y vio a un anciano abrazado a Marino. Acunaba entre sus brazos al ciclista y lloraba sin consuelo mientras gritaba su nombre: "¡Marino!, ¡Marino!, ¡Marino?!". A Iñaki Iñigo le costó separarle de él. El hombre no quería soltarle. Marino estaba consciente, pero no decía nada. "Médicamente, lo que hacía el hombre era una atrocidad porque no se puede mover a una persona tras un accidente así. Y, sin embargo, aquel abrazo, aquellas lágrimas y aquel grito desconsolado forman parte de uno de los recuerdos más intensos y bonitos que tengo del ciclismo. Para mí es la imagen que mejor refleja lo que suponía Marino para la gente".

"Corría con el corazón" Esa y la reacción de los aficionados durante los días posteriores. Pocas semanas después, una pancarta presidía el inicio de la subida a Los Lagos de Covadonga, en la Vuelta. Rezaba: "Marino, andes o no andes eres el más grande". Santificado. Ismael Lejarreta, su hermano mayor, recuerda que entonces cualquier acontecimiento relacionado con él tenía una trascendencia enorme. Sin poseer un palmarés faraónico, su impacto social era extraordinario.

"Era por su forma de entender el ciclismo", reflexiona Ismael. "En esa época, el público amaba al deportista peleón independientemente de si ganaba o no". Por eso, Marino era más grande que su palmarés. "Perdió muchas carreras. Cada día salía a luchar, se le juntaba un chuparruedas y acababa segundo. Y, sin embargo, en el podio, la gente le aclamaba a él, al segundo, en vez de al primero", dice su hermano, que le pidió mil veces que dejase de ser tan condescendiente con los chuparruedas. No pudo convencerle. Por una parte, Marino pensaba que se debía a la gente y que la gente quería que corriese así. "Ellos quieren que luche", le decía a Ismael. Por otro, no sabía ser de otra manera. "Yo soy así, así que no, déjalo. Si no sale, no sale, pero no voy a cambiar", cerraba esa conversación.

"Yo corría con el corazón", defiende Marino. "No sabía hacerlo de otra manera. Para mí la felicidad era andar en bicicleta y hacer feliz a la gente. Ganar estaba bien, pero era mejor llegar al hotel satisfecho con uno mismo. Ahora estoy mucho más convencido de que hacía lo correcto". Marino eligió muchas veces hacer feliz a un compañero.

Él recuerda una Vuelta a Galicia que entregó a Jokin Mujika. Y Manolo Saiz, una conversación privada entre él, Marino, Pablo Antón y José María Arroyo durante la Vuelta a España de 1991 que ganó Mauri, su compañero de equipo en la ONCE. "Aquella Vuelta fue turbulenta por la presión de la prensa, que en Catalunya apoyaba a Mauri y en Euskadi a Marino. Entonces, Mauri se dejó influir, pero Marino? Marino era una persona generosa y catalizadora de un sentimiento de equipo que transmitía con una naturalidad envolvente". En aquella reunión, cuenta Saiz, el vizcaíno tomó la palabra y dijo que en su opinión era más importante para la ONCE que ganara Mauri. Es lo que ocurrió.

Txomin Perurena, su director en Teka, Seat-Orbea y Caja Rural, jamás intentó persuadir a Marino de que corriese de otra manera. "¿Por qué iba a hacerlo? Era su forma de hacer las cosas y él creía en ello. Además, no me habría hecho caso". Ya le ocurrió con la manía de Marino de ir a cola de pelotón. "Fueron nuestras mayores broncas. Y resulta que acabó convenciéndome de que era mayor el gasto que le generaba la tensión de estar en cabeza que el esfuerzo que hacía para remontar". Marino era un encantador.

Un Dios humano Encantaba a la gente y su magnetismo trascendía lo deportivo. "No sabría decir si era mejor ciclista que persona", traza Perurena. "Yo solo trataba de buscar un equilibrio. Ser un buen ciclista y sentirme uno más, como toda la demás gente de la calle", explica. Marino estaba obsesionado con no perder contacto con el suelo. Volaba en bicicleta y cuando se bajaba de ella quería ser un tipo normal. No le costaba esfuerzo demostrar que lo era. "Yo nunca imaginé que sería ciclista profesional. Fui escalando poco a poco y eso me ayudó a no perder la cabeza. Empecé a andar en bici porque lo hacían mis hermanos, pero lo de ganarme la vida con esto solo fue algo en lo que pensé muy al final. Incluso en mi último año como aficionado me matriculé en Ingenieros. Vivía en un piso compartido en Bilbao con otro estudiante. Ese año no aprobamos ninguna asignatura. Yo ni me presente a los exámenes, pero si no hubiese logrado ser profesional, creo que habría sacado la carrera". A cambio, se licenció como ciclista.

Y se doctoró en relaciones sociales. Marino encendía a la masa. Pasión. En una Subida a Urkiola después de su retirada un aficionado se abalanzó sobre el coche de Manolo Saiz y le gritó: "¡Entérate, Marino es Dios!". El director cántabro cree que, precisamente, el alcance de su impacto social se debía a todo lo contrario. "Marino era más humano que nadie. Ese era su gran secreto. Por eso conectaba con el público".

El propio exciclista habla de la cercanía y la sencillez para tratar de explicar la huella que dejó en el corazón de tanta gente. "Veían que era como ellos, ni más ni menos. Creo que por eso me querían tanto".

Saiz, que fue su último director después de que fichara por la ONCE en 1990, incluye su filosofía ciclista como nexo de unión con la gente. Decían que Marino era un cicloturista enganchado a la competición. Y él reforzaba esa imagen diciendo que lo que realmente le gustaba era el cicloturismo, que en competición casi nunca se llegaba a gozar y que adoraba, por ejemplo, los días de descanso del Tour en los que podía recorrer parajes extraños para disfrutar.

Y, sin embargo, corría más que nadie. Unos 120 días por temporada. Empezaba en enero y bajaba la persiana en el Giro de Lombardía. Acabó tres veces las tres grandes en una misma temporada y cada vez que se colocaba un dorsal era para sudarlo. "Así que Marino estaba más en contacto con el público que ningún otro y empatizaba más", abunda Saiz. "No nos engañemos, el cariño del público no lo da la televisión, sino el contacto personal. Marino estaba en todas las carreras. La gente le veía un día sí y otro también. Y le estrechaban la mano y le abrazaban. Así que transmitía mucho. Era como el café del desayuno por la mañana", zanja Saiz.