“El tiempo es un problema, un tembloroso y exigente problema, acaso el más vital de la metafísica; la eternidad, un juego o una fatigada esperanza”, escribió en Historias de la eternidad Jorge Luis Borges. El genio argentino advirtió de los riesgos del tiempo y de sus derivados, como un juicio contra el crono, juez supremo. Cuidado con el tiempo y con los días normales que en realidad son los más extraños porque nada pasa hasta que ocurre lo imposible.

Jonas Vingegaard, el líder con un colchón enorme, se enfrentó a un día especial. No era un sábado cualquiera en el Tour. Era el día D. El danés quiso vestir de normalidad la jornada para que no tornara a rara. Eso mismo debió pensar Roglic cuando le esperaba su primer Tour en 2020 en la cima de La Planche de Belles Filles y se lo arrebató Tadej Pogacar en una de las exhibiciones más hiperbólicas de las que ha sido testigo el Tour. Nunca se sabe con el destino, tan propenso al azar. En 2020 ocurrió Pogacar. La onda expansiva de aquel estallido aún perdura en los oídos de la carrera. El eco no enmudece.

Esa sensación quedó impresa en la piel del Jumbo. La maldición del reloj, la leyenda de La Planche des Belles Filles. Por eso, aunque Vingegaard disponía de todo el tiempo del mundo, no parecía suficiente. La incógnita flotaba en ese tramo de 40 kilómetros entre Lacapelle-Marival y Rocamadour en el ambiente denso, el calor agobiante, incomodando cualquier tic de relajo. Medirse al reloj siempre es un asunto espinoso, repleto de aristas. Una prisión donde cae el tiempo con un tic-tac plomizo.

A PUNTO DE CAER

El recorrido, –serpenteante, botón, añejo el asfalto en las arterías de una carretera secundaria muy cinematográfica para un plano final maravilloso en el repecho de 1,5 kilómetros al 7,8% de desnivel– daba con la hipnótica estampa del pueblo, el castillo y el Santuario de Rocamadour, en cuyo corazón se venera a la Virgen Negra, que obra milagros. Vingegaard puede rezarle. Esquivó por un palmo una caída que le pudo quebrar el Tour. Protegido por el manto que borda la suerte de los campeones, el danés festejará su primer Tour en París por delante de Pogacar y Thomas, excelsos los tres en la crono de Rocamadour, donde venció Van Aert.

En ese pueblo donde es posible sufrir el Síndrome de Stendhal por su belleza cruda y real, cicatrizó la herida de La Planche des Belles Filles, donde el Jumbo perdió el Tour que era suyo hasta que el esloveno mágico se lo arrebató. Las desgracias unen. Desde entonces, en el equipo neerlandés se conjuraron para recobrar lo que creían que les pertenecía. El pasado año Roglic, su líder, abandonó la carrera por una dura caída. Otro laurel para Pogacar, el imparable. El heredero de El Caníbal. Despuntó Vingegaard, que dejó su sello en el Ventoux, cuando fue capaz de descascarillar a Pogacar.

LA ESPERANZA

En ese instante se encendió la esperanza en el Jumbo. Percibieron una grieta en el mármol del esloveno, un ciclista escultórico. El danés finalizó segundo el Tour en su bautismo, cerca de Pogacar en la foto de París, pero alejadísimo en la tabla de tiempos. En el tercer asalto, con Roglic descartado por una caída como líder, Vingegaard entró en el cuerpo a cuerpo con Pogacar hasta que acabó con él en un duelo excelso. Emocionante y vibrante al extremo. Esa sensación, de una victoria reparadora, de alivio, abrazó al Jumbo, al fin feliz y descansado tras su obsesiva persecución del Vellocino de Oro.

Vingegaard bajó las escaleras del bus como un astronauta que busca la lanzadera espacial que le condujera a la Luna, que está en los Campos Elíseos de París. Vestía casco negro, buzo amarillo y una chaleco de frío que refrescase el crepitante cuerpo, azorado por la magnitud de la ocasión. Volteó los guantes para que el amarillo prevaleciera en el dorso y agarró la bici para calentar en el rodillo.

Pogacar, de blanco, el color de la pureza y que expresa la juventud en el Tour, permanecía sentado como una estrella en el set de rodaje. Con ese deje de inconsciencia, carisma y poder que le confiere. Solo él maneja ese lenguaje de profundidad en el relax. Sabe que su mera presencia resulta intimidatoria. Duelo psicológico.

VINGEGAARD, SIN CONCESIONES

El líder no perdió la perspectiva. Conocía que el esloveno le presionaría desde antes de comenzar. Desde ese gesto en la silla. Se activó el danés como un resorte y a la primera marca de Poacar, que voló tanto que incluso mejoró el tiempo del colosal Van Aert, le contestó con un crono todavía mejor. Vingegaard no quería ninguna clase de sustos. Apuntó la mejor marca.

El danés tomó riesgos como si le persiguiera el diablo sobre ruedas. El pulso entre el líder y Pogacar era magnífico, pero estable en la general. Sin alteraciones significativas. En el segundo hito de la contrarreloj, Vingegaard, desatado, crecía. Menguaba Pogacar, que cedió un palmo con el talludito Geraint Thomas, estupenda su actuación tras las deidades de la juventud en el Tour. El galés fue arañando la referencia de Van Aert. Le faltó colmillo en el final, duro.

RIESGOS INNECESARIOS

Para Vingegaard, con el Tour en el bolsillo, la ambición le pedía conquistar Rocamadour, teñirlo de amarillo. El color del rey. El danés había afeitado a Pogacar no solo en las cimas del Granon o de Hautacam, también le quería demostrar que es tan bueno como él las cronos. Fue más allá. Se comparó en valentía y en arrojo. A lo loco se vive mejor. Con la carrera en las alforjas, Vingegaard se lanzó como un poseso en el descenso que daba a la empalizada final. A punto estuvo de no verla.

Vingegaard, a punto de estrellarse contra las rocas. Eurosport.

Kamikaze enamorado, se libró de una caída que podría haber sido fatal. En una curva, el danés estiró tanto la trazada que la bici le llevó por un hilo de gravilla y vida. En el costado solo había roca. El líder pudo estrellar ahí su Tour, el sueño de una vida. La fortuna le sonrió como en el descenso de Spandelles, donde a punto estuvo de que le descabalgara la bici. Se libró Vingegaard, un equilibrista de la fortuna. De alguna manera, en ese fotograma, se quebró la maldición del Jumbo. La suerte había cambiado de bando.

EMOCIÓN Y LÁGRIMAS

Por eso, cuando campeón in pectore del Tour, asomó en la recta de meta, Vingegaard se relajó y Van Aert celebró la victoria como un renacimiento. Cuando cruzaron sus miradas en la meta, Vingegaard en bici y Van Aert esperando de pie, ambos de lanzaron besos de cariño por el aire. Los de amor le esperaban al danés unos metros por delante. Vingegaard se fusionó con su mujer y su hijo en un abrazo eterno. No necesitaba llamarles por teléfono. Estaban allí. La mejor distancia es la que no existe. Piel con piel. La familia unida en el llanto de la felicidad, en la dicha absoluta.

La emoción palpitando en cada centímetro de piel. Una victoria, tan deseada y anhelada, que a Van Aert, vencedor de la crono, el sentimiento le embargó el alma. También lloró. Era el llanto reparador. Las lágrimas que soldaron el quebranto del corazón.

Probablemente el belga recordó el día de La Planche de Belles Filles cuando Pogacar hizo lo imposible. El Jumbo entero quedó tocado. No comprendían lo sucedido. Se les enlutaron los rostros observando aquella escena de ciencia ficción. Desde entonces querían quitarse la pena de encima. Vingegaard la arrancó a tirones tras demoler a Pogacar en un duelo inolvidable de un Tour bello y enajenado. El danés respiró al fin. Tiempo de Vingegaard, campeón del Tour.