Agotados los adjetivos calificativos, incluso los hiperbólicos, los que mejor pueden definir a Tadej Pogacar (21 de septiembre de 1998, Klanec), el genio del ciclismo, tal vez sea más ajustado al personaje situarlo en el territorio de los mitos.

Trasciende el esloveno, vencedor el sábado de la Strade Bianche con una exhibición atemporal, antológica, tras un ataque a 81 kilómetros de Siena que le condujo, entre caminos de tierra, a la gloria absoluta y a la veneración total. Al esloveno se le entiende mejor desde el prisma de la fábula y la leyenda.

Dice el diccionario que la leyenda responde a un “relato basado en un hecho o un personaje reales, deformado o magnificado por la fantasía o la admiración”. Otra de sus acepciones determina que se trata de una “narración de sucesos fantásticos que se transmite por tradición oral”.

Ambos conceptos conducen irremediablemente a Pogacar, un ciclista que no sólo se puede interpretar a través de los datos, logros y una vitrina excepcional de 64 victorias (dos Tours, el Tour de Flandes, la Lieja, tres Il Lombardia, dos Strade, una París-Niza, dos Tirreno, once etapas de la Grande Boucle...). 

El esloveno, por encima del resto en la clásica italiana. Strade Bianche

A Pogacar le eleva a los altares, sobre todo, el cómo, su forma de ganar, su valentía de aspecto suicida, si bien esta responde a una capacidad superlativa. Es un elegido capaz de vencer como un campeón inaccesible en distintos escenarios, otra de sus cumbres.

Campeón en todas las estaciones y escaparates. Es refractario el esloveno a la mediocridad, a camuflarse en el anonimato y a esperar lo que dicte la lógica o el cálculo.

Más allá de los récords

Loco maravilloso, el esloveno no sólo corre para los anales y la historia, tampoco lo hace para establecer récords. Pogacar va más allá de los números. Es el mejor y quiere remarcarlo, pero no a través de unos números apabullantes.

Eso no le nutre del todo. A Pogacar le diferencia su devoción por el ciclismo y la manera de encararlo. Es indisimulada su tendencia, pasional, hacia el espectáculo y recibe esa misma respuesta desde la cuneta. 

Pogacar celebró la victoria de la Strade Bianche elevando su bici. UAE / Sprint Cycling

Quiere alimentar a los aficionados con sus aventuras, que le recuerden en sus imposibles, que su nombre tenga eco de generación en generación y que en las sobremesas digan eso de “yo vi correr a Pogacar. Me acuerdo de aquel ataque...”.

Emplea para ello el esloveno el lenguaje de los grandes que anidan en la memoria tras entrar por la retina y se instalan entre la dermis y el corazón, agitando emoción y felicidad, zarandeándolo todo.

Carismático, juguetón y travieso, lúdico su ciclismo de rompe y rasga, concede a sus exhibiciones el halo que acompaña a los elegidos que conectan con las entrañas, que se instalan para siempre en el imaginario colectivo.

Ciclista con alma, posee el esloveno el intangible de lo inesperado. Pogacar, excelso competidor, feroz, es un corredor catedralicio, que dota a sus victorias de belleza y poesía. Un artista cuyas obras de arte conducen sin remedio al síndrome de Stendhal y al impacto del asombro que sólo provoca la magia. Pogacar corre hacia la leyenda.