Lo tengo en la punta de la lengua
Hay gente con suerte y otros que todo lo contrario. El otro día me hablaron de una mujer que se enteró de que se iba a morir al mismo tiempo que le curaban una herida que se había hecho al bajar del autobús. Se fue hacia urgencias, con una herida en la mano que se taponó con la manga de la camisa, donde los médicos le diagnosticaron un cáncer terminal que acabaría con ella en 24 horas. Acertaron. Dijo antes de morir que aquella herida le había servido al menos para poder despedirse. Pero los hay con más suerte: gente que es agredida y que eso todavía les sirve para ganar en imagen o en popularidad. Me refiero, claro está, al hijo mayor de Julio Iglesias, que fue alcanzado por un dron y su camiseta manchada de sangre, en pocos días se convirtió en todo un icono. Ahora, la prenda diseñada con un tinte rojo similar a la sangre del cantante se vende como rosquillas a nivel planetario. Pero hay más ejemplos, aunque ahora mismo no se me ocurra ninguno. Bueno, sí: Silvio Berlusconi, que cuando le rompieron los dientes con una estatuilla en Milán su popularidad se disparó en porcentajes del 7%, mire usted. La popularidad del Real Madrid se disparó hacia lo lamentable en Navarra, a raíz de que sus jugadores se largaran de El Sadar por un tornillo y a Osasuna le cerraran el campo un montón de partidos. Hay más casos de agresiones que han mejorado las expectativas de quien las ha sufrido. Dicen algunos biógrafos de Juan Pablo II que su proyección creció a raíz del intento de asesinato del turco Ali Agca. Lo contrario le ocurrió a la tenista Mónica Seles, que nunca llegó a recuperarse mentalmente del navajazo que un espectador le propiciara desde la grada dejándola herida en la pista. Entre las agresiones históricas, recordaría, por su metafórica insignificancia, la de Muntazer al Zaidi a George Bush allá por 2008, cuando, al grito de “perro”, le fue lanzando sus dos zapatos. Pero del que quería hablar ahora, esto, lo tengo en la punta de la lengua y es que hoy no me sale.