aquella fue una hermosa tarde de otoño, allí en el recio caserón-refugio de los Baroja, vísperas del cincuenta aniversario de la muerte de don Pío, en cuyo entierro parece que en un tris estuvo de llegarse a las manos por la gloria de ver quien lleva el féretro y pasa a la posteridad, Camilo José Cela entre otros. En Itzea el silencio era absoluto, solo roto de cuando en vez por el murmullo apenas audible como el agua de Xantelerreka de la conversación de Pío Caro Baroja con Juan Mari, de piso en piso, de habitación en habitación, tomando fotos para el reportaje que con motivo de la efemérides vendría luego.

Pío Caro estaría de buenas aquel día, nunca le conocí ni antipático ni distante en lo que le pude tratar, porque acogió la visita con amabilidad y nos dedicó entera la tarde, que tampoco debe resultar fácil soportar el engorro continuo de uno y otro que te llegan hoy y también mañana a que les enseñes el sancta santorum de la familia. Precisamente acababan de marchar “unos de no sé qué televisión”, que le habían estado mareando a conciencia con el asunto de los enfoques, las luces y los reflejos, pero a nosotros nos recibió bien.

“La familia ha pagado el precio de su independencia y al margen de los vaivenes y los intereses políticos de cada momento ha mantenido un criterio y una posición cercanas siempre al librepensamiento, y eso te acaba pasando factura”, recuerdo que nos comentaba en referencia a la trayectoria de la saga y en lo reciente a la de don Pío, su hermano Julio Caro y él mismo. “¿Si no tienen ni interés ni ninguna intención, a qué vienen promesas de que la casa-museo de los Baroja se hará?”, se preguntaba.

“¿Es por hacerse fotos, por salir en unos titulares tan efímeros como sus promesas y a olvidarse y hacer olvidar el asunto hasta la próxima? No lo entiendo”. La cuestión estaba en la evidencia de que “la casa”, Itzea, no puede estar siempre abierta y llena de visitantes porque el que no se lleva un folleto sin valor se guarda entre el cinturón y bajo el jersey una edición de cierto alcance sentimental, y luego estaban los asaltos y robos nocturnos “y eso se tendrá que acabar algún día, es irremediable”.

Durante la sesión fotográfica por la casa, uno prefirió quedarse en la cocina con Josefina Jaureguialzo, charlando de todo un poco y con la sorpresa de una visita tan silenciosa como el caminar de un gato e inesperada. Apenas asomando medio cuerpo por la puerta, una cara y una mano que gesticulaban y decían algo ininteligible, hasta que Josefina con decidida energía le pregunta: “¿Quién es usted, qué hace aquí?”. Pues nada menos que un semoviente que dice ser Testigo de Jehová (“testículo de Jehová”, le digo luego a Josefina) que se lo ha quitado de encima y le ha dado puerta en lo que se dice.

“El museo no se hará nunca, la cultura y aún más la cultura del ayer, del recuerdo, no interesan a los políticos; prefieren un polideportivo”, comenta Pío Caro, que se ha decidido por merendar una cosa frugal, un refresco de cola y una bolsa de patatas fritas, mientras a nosotros su esposa nos ofrece una copa de vino, un Jaun de Alzate tinto, por cierto.

Por Itzea, mientras pudo la familia, han pasado visitantes a cientos, con sana curiosidad y buena intención la inmensa mayoría, pero también “de los otros”, como los que asaltaron la casa en 1996, la madrugada del 29 de febrero (bisiesto) al 1 de marzo, “cuando nos llevamos el mayor disgusto de todos, menos mal que Julio había muerto el año anterior y no tuvo que sufrirlo”. Aquella noche robaron de Itzea varios objetos de plata de los Baroja, Nessi y Goñi, seis relojes de cobre y porcelana de sobremesa, dos figuras de bronce realizadas por Ricardo Baroja, y las medallas de oro de Navarra y del Premio Príncipe de Viana, que le concedieron en 1984 y 1995 a Julio Caro Baroja.

Lo curioso, llegamos a comentar, es que se trataba de objetos catalogados, de difícil circulación y de imposible exposición, “pero siempre hay alguien que paga dinero por este tipo de cosas, total para no poder enseñarlas; aunque al final algo acaba apareciendo”. El caso es, afirmaba Pío Caro, que la casa “no puede seguir así”.

¿Usted también optaría por una república del Bidasoa “sin curas, moscas y guardiaciviles”? “¡Desde luego y con la capital en Irún, decididamente!”, nos respondió aquel día Pío Caro, poniéndonos como ejemplo “a San Marino o Liechtenstein, que viven tan ricamente”. Ahora se cumple un año, recibía emocionado en Itzea el homenaje por el centenario de su hermano Julio y la talla El ojo del dios Urtzi que le entregó la alcaldesa Marisol Taberna realizada por un irredento barojiano: Josu Goia. Se lo merecía el txapelaundi del País del Bidasoa que acaba de dejarnos.