Bilbao - En su estudio, en el que se divisan los cielos y las montañas de Urdaibai, paisajes que tantas veces han inspirado sus cuadros, Jesús Mari Lazkano acababa de dar ya los últimos retoques para embalar las 120 obras, que junto con 20 de sus cuadernos de notas, configuran la retrospectiva que se expone a partir de hoy en la sala Kubo del Kursaal, en el marco de Donostia 2016. Patrocinada por la Fundación Kutxa y comisariada por Javier González de Durana, constituye un emotivo viaje por la trayectoria de este creador, desde sus primeras obras hasta la más reciente, un gran lienzo de ocho metros, que consigue atrapar al espectador en una visión apocalíptica y sublime.
Lazkano (Bergara, 1960) se formó en la Escuela de Bellas Artes de la UPV y desde 1985 es profesor de pintura en esta misma universidad. Su carrera como pintor ha marchado en paralelo a la actividad docente, fiel a un hiperrealismo que le situaba a contracorriente del ambiente artístico dominante. Perfeccionista, minucioso, detallista, con una impecable realización técnica, ha pintado con el mismo realismo los paisajes imaginarios más salvajes, sin huellas de la presencia humana, las arquitecturas y las grandes construcciones urbanas.
Entre los cuadernos que se muestran en la retrospectiva, hay uno con dibujos de cuando tenía 5 años. ¿Su andereño ya vio en usted un pintor en potencia?
-Ella descubrió enseguida que me fascinaba el dibujo. Cuando estaba en parvulitos, aprovechaba los márgenes de las hojas de caligrafía para dibujar. Mi andereño tuvo el detalle de guardarlos y, al final de curso, se los entregó grapados a mis aitas. Son figuras de animales, cangrejos, pingüinos... Ahora, quiero que el público también los vea, junto con otros cuadernos que he desarrollado en mi carrera, porque me gusta que las exposiciones tengan también carácter pedagógico, que no solo se muestre la obra terminada, sino que sirvan, de alguna forma, para enseñar el propio proceso creativo.
¿Su pasión por el arte le viene de familia?
-Ninguno de mis aitas pintaba, aunque la presencia del arte se ha sentido muy fuerte en mi casa. Mi aita ha tenido un profundo conocimiento de la música, fue clarinetista en la Banda Municipal de Bergara y toda la vida ha pertenecido a coros y orfeones. Mis hermanos han estudiado solfeo, pero a mí me dio por la pintura. Tengo que confesar que, desde el principio, he recibido en casa todo el apoyo.
Ha contado en alguna ocasión que fue su aita quien le construyó su primer caballete.
-Y la primera paleta porque entonces se utilizaban trozos de cartón. De hecho, mi primer óleo lo pinté con 9 años sobre el cartón recortado de una caja de camisas. Me acuerdo perfectamente de aquel día, de las pinturas que me había regalado mi tía... Recuerdo hasta el olor de esas pinturas; prácticamente no sabía ni cómo utilizar el pincel.
¿A los 9 años ya pintaba paisajes?
-Sí, mi primer cuadro fue un paisaje de cerca de casa, curiosamente en la misma gama cromática que el último que se presenta en el Kursaal.
¿A qué edad tuvo claro que quería ser pintor?
-Siempre lo he tenido claro, nunca tuve que tomar la decisión; ha sido un ámbito en el que me he desarrollado de una manera natural, muy cómodo. Mi cuadrilla se iba a jugar a fútbol y yo me quedaba pintando. En Bergara, además, siempre ha habido una gran tradición de pintores; en torno a Simon Arrieta había un espacio municipal al que todo el mundo podía ir a pintar. Había una gran mezcla generacional, yo, con 10 años, otros con 18, con 25, con 60... Fue una inmersión total en lo que era la pintura, lógicamente con las limitaciones que puede tener un ámbito más local, pero a nivel de técnica fue fantástico. Todos los días que salía de la escuela iba corriendo allí, disfruté muchísimo.
Y con 17 años decidió ingresar en la Escuela de Bellas Artes... Tuvo que ser para usted un fuerte cambio: del ambiente rural de Bergara a una gran ciudad industrial.
-Llegué a Bilbao y me encontré viviendo fuera de casa, en un mundo nuevo, un entorno urbano hostil, en el que llegaba tal cantidad de información que te podía llegar a confundir. Por un lado, es algo muy atractivo pero por otro, te va obligando a tomar posición, a ir definiendo tu trayectoria. Sabes que quieres pintar, pero no sabes cómo ni qué. Lo que creías que tenías muy claro de repente se derrumba. Coincido, además, que en esos momentos era el auge del expresionismo, y me di cuenta de que, si hacía lo que en realidad todo el mundo parecía estar esperando, y de hecho mis compañeros estaban haciendo en ese momento, de alguna forma no estaba siendo sincero conmigo mismo. Porque a mí lo que realmente me gustaba era la figuración, pintar cosas reconocibles, lo que veía, jugar con la realidad, cambiar luces, mover cosas... De alguna forma, convertirme en una especie de mago de la realidad.
¿Le supuso problemas ser fiel a sus intuiciones?
-Decidí ser figurativo, más bien realista, en un momento en el que nadie quería serlo. Y, evidentemente, eso provoca problemas. Hay momentos, en los que a pesar de que tomas esa decisión, se arrastran muchas dependencias y cuesta encontrar ese lugar, pero, al final, a base de insistir, perseverar y no negarse acabas encontrando lo que es de alguna manera la expresión natural.
En el 88 dio el salto a Nueva York.
-Quería descubrir nuevos horizontes, conocer lo que ocurría artísticamente en ese momento y me fui a Nueva York, una ciudad a la que sigo yendo de vez en cuando. Por ejemplo, tras la exposición del Bellas Artes de Bilbao y el mural de Iberdrola, me cogí un año sabático en 2013, a modo de terapia, y me fui allí. Había pintado mucho, intuía que se estaba produciendo un giro natural en mi pintura, de hecho el título de la exposición que presenté en Bilbao fue De la arquitectura a la naturaleza. En Nueva York absorbí toda la energía que me da esa ciudad, una fuerza que he reflejado en la nueva serie que muestro en el Kursaal.
Su obra se ha movido siempre entre dos elementos aparentemente contradictorios: los motivos arquitectónicos y los paisajes.
-A lo largo de mi trayectoria ha habido un interés arquitectónico por un lado, que muchas veces se centra en series en relación con ciudades, por ejemplo, Nueva York, Roma, incluso Bilbao, en los años 80, con la arquitectura industrial. Y por otro lado está mi amor por los paisajes, como mi serie sobre Urdaibai. Ese movimiento pendular se produce de manera muy intuitiva, sin una predisposición previa. Te vas dando cuenta de que determinadas formas o determinados objetos van perdiendo atractivo, mientras otros aspectos, como en este caso lo natural, van ganándolo. Yo me mantengo lo más cercano a mis intuiciones.
Y en la actualidad, ¿a dónde le empujan estas intuiciones?
-Durante mi año sabático me dediqué a investigar y se produjo un intento de dotar a mi pintura de más poderío. Quiero que mi pintura sea más fuerte, más consciente y en ese sentido he querido ganar libertad. He vaciado también un poco más el cuadro, que no tuviera tantos datos. En ese proceso de silenciar el cuadro fui eliminando ruido y ahí desaparecieron las construcciones. Cuando se pinta arquitectura se incorpora mucha información porque estás hablando de una época determinada, con una estética y un arquitectura concretas y así se sitúa temporalmente la imagen. Ahora trabajo en la idea exclusiva del paisaje natural.
Sus últimos paisajes son turbadores: un glaciar suspendido en el cielo, un inmenso océano quebrado por cataratas, un tremendo iceberg volátil que cae por su peso...
-No podemos mirar el paisaje de la misma manera que los románticos del XVIII y XIX. La naturaleza, empujada por la propia acción humana, deviene ya casi en supernaturaleza. Es como si se estuviera rebelando. Esa naturaleza sublime es la que yo intento reflejar. No busco la belleza en el paisaje, sino que este provoque, con un ligero añadido de surrealismo: las montañas vuelan, los mares se abren en grandes cascadas, o en grandes agujeros sin fondo... Consiguen de alguna forma que seamos capaces de sentir el miedo que la naturaleza puede provocarnos. Es un adelanto del desastre, pero sin renunciar al hecho de que pueden ser espacios posiblemente bellos.
¿Trabaja más cómodo con grandes formatos?
-Este tipo de paisajes que se rebelan necesitan una gran formato, hay mensajes que necesitan su superficie. La propia experiencia de mirar pintura también tiene que tener un componente emocional. Quiero que el espectador que se acerque a estas grandes pinturas sienta la necesidad de recorrerlas visualmente, de manera que su propia participación forme parte ya del cuadro. Son cuadros en los que el visitante se involucra. Obligas a tomar postura, son imágenes emocionantes, para lo bueno o para lo malo.
Viendo en esta retrospectiva el trabajo de su vida, ¿cambiaría algo?
-En todo caso, sumaría, igual tendría que haber hecho otras cosas, aparte de las que ya he hecho, porque todo te enseña. Soy de los que creen que se aprende más de los errores que de los aciertos, porque de alguna forma esto te espolea para buscar nuevas soluciones y en esa búsqueda siempre surge algo. El no estar del todo contento con tu trabajo es una forma de mantener una tensión creativa y eso es muy importante.
¿En qué momento se encuentra ahora profesionalmente Lazkano?
-Me siento muy fuerte, muy liberado; creo que durante bastante tiempo quizá me he sentido un poco heredero de mi propia trayectoria. Había cierta necesidad, impuesta por mí mismo probablemente, de cierta continuidad. Pero, desde mi punto de inflexión neoyorquino, se ha producido una cierta libertad y ahora me siento capaz de hacer cualquier cosa. Creo que todavía tengo muchísimas cosas importantes para hacer. Esta exposición no deja de ser como los restos de una batalla, un entrenamiento. Me estoy preparando todavía para hacerlo mejor.