Carnaval
Máscaras, charangas, petardos, humo de fritangas callejeras, llamaradas súbitas de los hornillos, donde se asan apetitosos anticuchos, avivados con chorros de aceite, confetis, serpentinas, olor a cerveza derramada y a orines, a asaduras de casquería y chorizos; golpes de platillos, bombos, trompetería, atronadoras tubas, cascabeles, carracas, máscaras de los ch’utas y los kusillos, pero sobre todo amarillas y azules de los Pepinos, arlequines burlescos, risueños, de doble cara, pasacalles, carreras, empujones, bailes, gritos, porras de agua, harina, globos, mojaduras, querellas oscuras en calles más oscuras todavía? el cielo unas veces de un azul intenso y otras oscuro y tormentoso, demasiado, en aquellos días de comienzos de marzo de hace unos años, los de mi último viaje a La Paz. Carnavales. Paceños. Ese es el primer recuerdo que me viene de aquel último viaje a Bolivia. ¿Último, por qué último? Por lo que se verá.
La calera
Oficio de tinieblas el mío, por tanto, de auténticas tinieblas, carracas duras las mías, de mala madera, madera de callapo de eucalipto viejo y de palosanto, buena esta para hacer humo, mucho, espeso, asfixiante. Humo contra la inbidia, la dura inbidia, al conjuro de la boca abierta y al de la boca cerrada, contra la maledicencia, la fuga del alma, la doblez sobre todo, contra todos y cada uno de los males que en el mundo han sido.
-¡Doña Polonia, deme un conjurito, véndame un talismán contra la inbidia! -le grito, en este sueño de ánimas, a una de las hermanas Saenz, cabe el mercado Uruguay, mercado azul, mercado blanco de chuño y papas, laberinto de entrañas revueltas y sangre a chorros, sebos rituales, k’oas, misterios de azúcar, calaveras, edificios, coches, deseos, fetos de llama, papas incontables y de todos los colores en la penumbra, cuis, patos, gallos, conejos de Castilla, palomas, pero no para chistera de mago, sino para cazuela de compadres y comadres, como los pescaditos fritos del lago, entre humos, fritangas, baldes de llajua perfumada para el recuerdo y televisores a todo volumen, cueca va, cueca viene.
Sale el sol, siguen chupando,
Sale la luna, siguen chupando,
Qué será de estos borrachos
Tan queridos en todas partes.
¿Que qué digo? Buena pregunta esa, pero no digo, sino que canto, mal, desafinando, pero canto, tutuma carnavalesca la mía, pero si lo que quiere es que le cuente, le diré pues, amigo, hermanito que me mira boquiabierto desde el otro lado del espejo, ahí donde usted (vos) y yo nos damos la mano, y nuestras máscaras se confunden, le diré todo lo que quiere oír y lo que no también, sobre todo esto, porque la Polonia Saenz me ha dado su conjuro contra la boca cerrada, amordazada, sellada, cosida a diente de perro, pegoteada como en cadáver aprestado, para no callar, que eso es lo malo, que si callas estás más que muerto, remuerto.
No, no me mire con esa cara, Camacho, por Dios, no es bueno, es remalo poner esa cara de vivo cuando se está muerto, por completo muerto y por mucho rato además, que decía usted cuando iba de borrachito gracioso, es decir, casi siempre, cuando no se moría de sí mismo si la farra se alargaba y se nos caía redondo sobre el platazo de conejo, papa, mote, chuño, cubierto de cucharadas soperas de llajuita, el cuenco entero vaciado encima y otro más, servido sin ganas por la mesera, en el Candilejas aquel o el Chaplin o el qué sé yo, pero en El Alto, cerca de donde degollaban y despiezaban llamas para la venta al tiro, el día que su editor de la editorial Tinkus nos convidó a almorzar como auténticos Gargantúas porque el dueño del comedero era pariente o hermano o compadre o algo suyo, del editor quiero decir, que había sido fraile, entre otras cosas, y usted le había hecho una crónica gastronómica inmerecida, pero muy salsera, por su cocina fusión aimara-canaria, pero fina, citando a Nestor Luján, tragaldabas de marca, a Michel Onfray y a Jean-François Revel, de la banda del Come y Calla, y a todas y cada una de sus fuentes de inspiración, porque en país de ciegos el tuerto es rey, aunque, como le sucedía a usted, no supiera freír un huevo, pero en cambio fuera un maestro en juntar churras con merinas a la manera de un Gómez de la Serna andino -Ramón, nos añadiría sin duda el profesor Gastón-Valverde, embajador de las rancias vanguardias españolas en el altiplano boliviano- haciendo greguerías gastronómicas que tenían su éxito porque al público le gusta leer fantasías jeroglíficas, aunque no fueran más que refritos de toda la bibliografía pirateada en Internet.
Lo recuerdo bien porque fue el día que acordamos que la editorial Tinkus me publicaría no solo mi tremebunda novela de esperpento neo-noir, La calera, ganadora del premio Pistola Negra, de Logroño, sino también mi otra novela, El rubio del revólver, escrita y reescrita mil veces, por rutina y por aburrimiento, por no hablar de Secuestro en La Paz, novela que ni siquiera ahora he desistido de ver publicada, a la mía me refiero, no a la que armaron en mi ausencia el Ricardo Lanza y usted, pero con mis investigaciones, cosa que no le reprocho, que conste y que llevaba armada con intención de rematarla allí.
El premio Pistola Negra, de exótico nombre, estaba patrocinado por unos constructores animosos e imparables, hoy desaparecidos de la escena empresarial, dueños de las bodegas Marqués de Lapurrenea, tintos, blancos y hasta moscateles y mixtelas, repetidamente señalados en casos de corrupción urbanística, ligados a los partidos de la derecha, figurantes en los papeles de Panamá y otros, algo que solo su abogado, el Sombrita Miranda, sabía con certeza, porque para el resto era algo parecido a secreto de Estado, uno de tantos en el país de los choros. Se sabía, pero no se podía publicar.
Los hermanos Lapurra, o quien les llevaba los asuntos y les había convencido de que un premio literario ayudaba a lavar su imagen, le habían encargado a un profesor de la Universidad de La Rioja que organizara el evento e hiciera de secretario del jurado, a cambio de embolsarse unos euros y de ser alguien a costa del premio, de forma que, entre ganadores y jurados, el bandarra se iba haciendo un hueco en el panorama literario, gracias a un imparable tejemaneje de favores debidos.
El flamante secretario, amigo casualmente del Gastón-Valverde, se había convertido en una especie de perejil de todas las salsas de los eventos culturales riojanos y se encargaba de buscar originales idóneos, al margen de los que la gente envía a los concursos con más buena voluntad que tino. Los miembros del jurado hacían lo que les decía la organización. Les presentaban diez novelas, nueve deleznables y una pasable, la mía en aquella ocasión. Pasaban un par de días de agasajos y se marchaban por donde habían venido con el bolsillo caliente y unas resacas de campeonato. A mí me invitó a participar uno que me dijo que tenía “mano con el jurado”, mi antiguo compañero de trabajo en el periódico, Manolo Ibildos, un experto en negocios e inversiones inmobiliarios, humanitario sobrevenido y enternecedor profesional de corazones con sus crónicas crepusculares de viajes a los emotivos infiernos de la vida urbana, los arrabales y las sentinas donde se juega a la ruleta rusa sin pistola, poco menos que con abrir los ojos cada día: Madrid, un género, ya lo dijeron otros.
Novela negra la que se podría escribir con las andanzas inmobiliario-vitivinícolas de los hermanos Lapurra, tanto en España como en Latinoamérica, en Colombia en concreto, pero además de miedo a una demanda y a que me quiten el piso, tengo miedo a los matones. Una cosa es que te proteja la propiedad del periódico y sus hombres de pluma y mano, y otra ir de verdad por libre. Ahora mismo, y a cierta edad, la mía, es un riesgo que, si no tienes medios, no puedes correr. Sé que esos bodegueros riojanos, que hicieron su dinero en París, en los años setenta sobre todo, con las declaraciones de ruina, los derribos y las construcciones basura, no se andan con bromas y no sería para ellos ningún problema contratar sicarios y ajustarme las cuentas si no les gustara lo que leían.
Uno de ellos, en la confianza de las muchas copas del día de la entrega del premio -dedos como garras con varias sortijas de oro, reloj de lo mismo, cadena al cuello despechugado, me contó cómo habían hecho dinero, ellos, los Lapurra Frères entonces, hijos de un albañil riojano, emigrante en el París de finales de los cincuenta, que una obra aquí, otra allá, habían ido como termitas acercándose desde el Cinturón Rojo hacía el centro de la ciudad, asociados al principio con especuladores inmobiliarios a la compra de casas descalabradas habitadas por ancianos o gente indefensa, o quienes las habitaran, poco importa, y se hicieron expertos en deshabitarlas por completo. Primero a base de destruir las cañerías de agua, gas, conducciones eléctricas, desagües, escaleras y luego en derribar los edificios decimonónicos a velocidad de vértigo, y más tarde, ya en los ochenta y noventa, sorteando multas y procesos, ayudados por corsos y rusos, construyendo donde habían derribado edificios que, de manera piadosa, se podía decir que envejecían mal.
Para novela negra la de los Lapurra. Contrataban matones, macarras, delincuentes que entraban de golpe en los edificios objeto de desalojo, picos y mazos en mano, y rompían en un santiamén todo lo que podían y se daban a la fuga antes de que pudiera llegar socorro. Los inquilinos o propietarios era gente de pocos recursos, ancianos, jubilados, precarios. No les quedaba más remedio que marcharse por las buenas, las malas o malvendiendo lo que tenían. Vi cómo unos arquitectos-promotores festejaban a carcajadas la humorada. No eran más que unos entre varios y conocidos de la policía, la municipalidad y los promotores insaciables: imprescindibles si se quería poner en marcha el negocio inmobiliario. Un París de patios, pasajes, callejas adoquinadas, pueblerino digamos, el distrito Voltaire era su favorito: de ese paisaje urbano no queda nada, como mucho, fotografías glamurosas en un blanco y negro que hace pensar en versos de otro tiempo: parece que fue ayer y algo ha cambiado.
Aquel día del almuerzo en el Candilejas de El Alto, hubo vino de Tarija sobre la mesa, una botella detrás de otra, y ricos chuflais de aperitivo, y raciones de brazuelo y ají de lengua que se salían del plato: sin reparar en gastos, que se decía antes de que fuera tosco y poco elegante decirlo. Me acuerdo, como si fuera hace un rato, de que había un circo en derrota en un solar sin edificar que estaba enfrente, entre dos casas de ladrillo y vidrios verdosos: una llama masticando impertérrita hierbajos, los perros ladrando y disputándose una piltrafa, los plásticos de cerramiento de color naranja rabioso ondeando y restallando al viento del altiplano que soplaba inmisericorde; y también me acuerdo de que en lugar de lucirnos usted el mítico beso del payaso de los días de trueno y rebuscada golfería, nos lució, feliz, el beso del gorrino, después de caer en estado de coma sobre el plato de ají de conejo, no recuerdo si verdadero o falso, el conejo.
La vida estrepitosa de Jorgito Camacho, ch’ukuta de lujo
“? ir abajo, al fondo del pozo insondable de la memoria torcida, este, que debería ser pozo negro, pozo venenoso, al que es mejor no asomarse, al que debería caer esta y otras diablas, de la memoria todas, a paso de carga, doble carga de petardos y de humos, y todos, ángeles, diablos y sonrientes figuras, diablesas del bien querer que no estuvieron muy presentes, la verdad, porque huían de los borrachones y esta es una diablada casi solo de estos, todos para abajo, yo mismo también para no ser menos y para descansar de una vez, y el último, que cierre la tapa y que el guardián de la jiña la selle, con los sellos que sea costumbre que no sé si son siete o más, y amén y para siempre. Dicho lo cual, bebidas que han sido las chelas de descanso y reglamento, seguimos?”.
Miguel Sánchez-Ostiz (Pamplona, 1950). Es autor de las novelas Los papeles del ilusionista (1982), El pasaje de la luna (1984, 2013), Tánger Bar (1984), La quinta del americano (1987), La gran ilusión (1989), Las pirañas (1992, 2017), La caja china (1996), Un infierno en el jardín (1995), No existe tal lugar (1997), La flecha del miedo (2000), El corazón de la niebla (2001), En Bayona, bajo los porches (2002), La nave de Baco (2004), El piloto de la muerte (2005), La calavera de Robinson (2006), Cornejas de Bucarest (2010), Zarabanda (2011), El Escarmiento (2013), El Botín (2015) y Perorata del insensato (2016).Entre sus libros misceláneos hay que destacar la crónica de viajes La isla de Juan Fernández (2005), Peatón de Madrid, Cuaderno boliviano (2008), Chuquiago. Deriva de La Paz (2018), así como una serie de más de veinte diarios y dietarios que comenzaron a publicarse y se siguen publicando en Pamiela, como La negra provincia de Flaubert (1986), Mundinovi. Gaceta de pasos perdidos (1987), Correo de otra parte (1993), El árbol del cuco (1994) y El santo al cielo (1995), a los que siguieron La casa del rojo (2002), Liquidación por derribo (2004), Sin tiempo que perder (2009), Vivir de buena gana (2011) y, de nuevo en Pamiela, Idas y venidas (2012), El asco indecible (2013), Con las cartas marcadas (2014), La sombra del Escarmiento, 1936-2014 (2014), Rumbo a no sé dónde (2017) y Diario volátil (2018). Toda su obra poética hasta el año 2000 está publicada por Pamiela en el volumen titulado La marca del cuadrante (Poesía, 1979-1999), al que ha seguido Fingimientos y desarraigos (2017). De las muchas páginas dedicadas a Pío Baroja sobresalen las dedicadas al Baroja de la Guerra Civil: Tiempos de tormenta (Pío Baroja, 1936-1940) (2007). Igualmente es autor del ensayo Lectura de Pablo Antoñana (2010).