La joven saxofonista N. Olóriz se presenta, dando una lección de dominio del instrumento de viento (madera). Y no sólo técnico, sino -y lo que es más importante- de hallazgo de sonido propio; un sonido que corrobora la personalidad siempre cálida del saxofón, y que, además, es capaz de entreverar sonidos afines: a veces se va al color del melancólico corno inglés, otras -con el saxo soprano- toca los cielos de la trompeta, y siempre se mueve en una redondez de madera, con guiños, también, al clarinete. Es todo esto, una forma de definir la paleta de colores que logra la intérprete de Villava. En el lado técnico, admira uno, la fortaleza y solidez de la columna de aire, que alimenta el fraseo sin titubeo alguno, con sobrado impulso, con fuelle para alargar los calderones en los movimientos lentos, o para desmenuzar el virtuosismo en los pasajes más comprometidos de innumerables notas. Me gustó que los agudos estuvieran en el mismo plano de homogeneidad que los graves, trazando el mismo arco, sin golpearlos; y que siempre la narración musical surgiera con naturalidad, sin aspavientos, incluso en los casos de saltos extremos.

Acompañando a la saxofonista -o, más bien en plano de igualdad y compromiso, en casi toda la velada-, el pianista Kishin Nagai, que defiende su parte pianística, con especial empuje; con un piano, quizás, muy percutido en algún momento, en contraste con el balsámico saxofón. Eso sí, siempre se entendieron bien y cuadraron sus versiones. El programa, bien pensado, combina las transcripciones -muy bien recibidas por el instrumento- de obras del repertorio, más o menos conocidas -Debussy, Guridi, Sarasate -, y dos partituras pensadas para el saxo -el estreno de Koldo Pastor y Giration de Tomasi-. Comienza la velada con Debussy, muy bien entendido por los intérpretes: la Rhapsodie se muestra ondulante, serpenteante, envolvente, con esa no medida tan del compositor francés, que da comienzo a la música del siglo XX. Muy agradable y de notable exhibición el Guridi de sus melodías vascas, y el Sarasate del Capricho Vasco: limpieza absoluta y claridad en la digitación, con detalles muy bien hechos del mordente, rubatos sin exagerar, y timbres apropiados para las diversas y difíciles variaciones, mostrando la versatilidad del saxo soprano. La sonata para saxo y piano de Koldo Pastor, parte de su sonata para flauta y piano, que gustó a la saxofonista y pidió que se la transcribiera. Es una obra con ambos instrumentos muy trabajados, muy en dúo y de protagonismo ex aequo. Ambos evolucionan entrelazados en una especie de movimiento perpetuo, que se serena en los tramos lentos, donde el saxo se luce más. En algún momento el piano me pareció un poco invasivo, pero el resultado final es de una obra poderosa, con enjundia.

La obra de Henri Tomasi es una partitura soberbia. Una de las cumbres de la velada. Lo tiene todo para el lucimiento del instrumento: ambiente jazzístico -el territorio más querido por el -; generoso recorrido por todas las llaves, con saltos extremos, pero muy coherentes; brillante parte del piano; y una escritura que da a ambos protagonismo a solo y en dúo. Excelente versión. Aunque algunas obras resultaron un poco duras en una primera audición, el público, que llenaba el espacio, aplaudió con ganas. Olóriz dio una propina sola, ofreciendo la preciosa faceta del saxofón más íntimo; un poco estorbada por el barullo ambiental de la sala: un bello espacio entre claustro y corrala, que, sin embargo no deja de ser lugar de paso.