La tarde de abono de la orquesta, esta vez, venía llena de sobresaltos. Han primado repentinas y nuevas sonoridades en la percusión, predominio rítmico, sonidos en los que manda mucho el fagot, el oboe -este es más habitual-, las maderas; obras, en definitiva, en las que es más difícil quedarse quieto y contemplativo en el discurrir de una música envolvente y conocida. El programa que nos ocupa, sus sonoridades -sobre todo en Echeverría y Stravinsky-, nos interpela a una audición sorpresiva. Esa novedad sonora; esa dificultad de atrapar el sonido siguiente, cuando el anterior aún no lo hemos asimilado del todo, ese continuo desparrame de timbres novedosos entre los primeros atriles, han sido el atractivo del programa. Distinto, curioso, y con un estreno, que, en contra de lo habitual, gustó mucho.

Jesús Echeverría y Javier Odriozola -(¡qué binomio tan acertado!)- consiguen, con su largo concierto para percusión y orquesta -casi media hora de música nueva es todo un reto-, el primer mandamiento de toda creación: no aburrir; y, claro, eso se logra con una composición de enjundia, en la que el solista se luce, por supuesto, pero, también, está arropado por un entramado orquestal muy en sintonía, y milimétricamente calculado para que sus baquetas lleguen a los rengle de instrumentos que debe percutir. Tres movimientos, uno para cada mundo sonoro: timbales, marimba y vibráfono, y temple-blocks y bongos. Variedad tímbrica, ritmo, sorpresa, pero también orden. Porque es un acierto saber crear, e interpretar, atmósferas tan distintas; vamos, para entendernos, lo más alejado a una batukada. El primer tiempo es de los timbales, una presentación poderosa; con glissandos, bombo, aprovechamiento de los bordes? etc; escondida una cita de la gran fuga de Beethoven. El titular timbalero de la orquesta, en su salsa. Cambio radical del paisaje sonoro con las láminas: ambiente, no sé, debussyniano, o raveliano, bonito, ensoñador, punto exótico. Una cita de Pink Floyd, difícil de pescar. Y vuelta al ritmo trepidante con una estética visual muy jazzística del intérprete en la batería; pero que no se arrima al jazz tanto como a Stravinsky: aquí la cita de la Historia de un soldado es más evidente. Todo muy bien elaborado y con la percusión mandando; pero dentro de la obra; muy bien dirigida, por cierto por el titular de la velada, Perry So: enérgico y claro, que se la tomó muy en serio. De Odriozola hay que decir que sabíamos que era un buen timbalero; allá arriba, rematando siempre. Pero hoy le hemos conocido en primera línea: soberbio, dominador, matizando el golpe -que ya es matizar-, demostrando un virtuosismo inédito, magnífico.

De la sinfonía de Stravinsky me quedo con el cuarto movimiento; los anteriores -con perdón- parece que no terminan de despegar; eso sí, sirven de lucimiento a los solos de maderas, cuarteto, mucho fagot -qué agradable es este instrumento-, etc. Y la Clásica de Prokofiev: como un divertimento balsámico, llevada con pulcritud y garbo por So.