El violinista Pablo Sarasate, el tenor Julián Gayarre, el escritor Ernest Hemingway... son solo tres ejemplos de una práctica, la carta manuscrita, que casi ha desaparecido ya de nuestras vidas tras el tsunami que supuso la aparición del correo electrónico y las redes sociales. El empuje arrollador de la comunicación telemática, del mensaje instantáneo, es imparable, pero, al menos, siempre podremos releer aquellas cartas maravillosas en las que nuestros antepasados, en blanco sobre negro, daban cuenta de sus inquietudes a sus allegados.

Uno de ellos es el músico pamplonés Pablo Sarasate (1844-1908). El Archivo Municipal de la ciudad atesora muchas de las cartas que el violinista navarro recibió a lo largo de su vida. Sarasate era realmente una “estrella” musical de la época. El aforo de los teatros en los que actuaba siempre se completaba y era habitual que muchas personas no pudieran entrar al recinto y se quedaran en la calle protestando.

Así lo relata el propio Sarasate en una carta escrita en Berlín a su amigo Alberto Huarte: “Acabo de inaugurar aquí una nueva sala de 4.000 localidades y, sin embargo, más de 2.000 personas se quedaron a la puerta sin poder entrar, silbando, pateando y con un frío y una nevada terribles”.

Sarasate se sentía en ocasiones abrumado por el peso de la fama y, así, en una hermosa carta de 1902 dirigida al alcalde de Pamplona, le insta a que se le deje entrar en la capital “como uno más de los que van a admirar los próximos festejos de mi querida ciudad natal; nada de recibimientos ni de ceremonias a mi llegada a Pamplona; me basta saber, y éste es el mayor honor y la mayor gloria para mí, que además de ser su hijo Predilecto soy su hijo querido”.

Al tenor roncalés Sebastián Julián Gayarre (1844-1890) se le atribuyen más de 500 cartas. El motivo por el que prescindió del nombre de Sebastián se lo explica a su amigo y mecenas Conrado García en una carta del 7 de junio de 1869: “Era más usual en Italia Giuliano que Sebastiano, y a mí, como me importa poco, y tengo en igual estima a todos los santos, de ahí que he accedido gustoso al gusto de los italianos”.

Pero uno de los que probablemente más se prodigó en este género fue un navarro de adopción, el escritor Ernest Hemingway (1899-1961), que redactó entre seis mil y siete mil cartas. Estas misivas están siendo recopiladas por la catedrática de la Universidad de Pensilvania Sandra Spanier, en una ingente labor que ocupará doce volúmenes, de los que ha publicado los cuatro primeros.

Una de ellas la escribió Hemingway en el hotel La Perla de Pamplona el 9 de julio de 1924 y está dirigida a la escritora estadounidense Gertrude Stein. En la misiva, alude a su amigo Eric Chink Dorman-Smith, oficial de los Fusileros Reales de Northumberland, al que, al parecer, le desagradaba el trato a los caballos en las corridas.

reliquia del pasado Por desgracia, las cartas “han quedado en eso: una reliquia del pasado, declaradamente obsoleta gracias a internet, el email, Facebook y el WhatsApp”, afirma Gabriel Insausti, profesor de Literatura Contemporánea de la Universidad de Navarra.

Insausti destaca cómo en el siglo XVIII nació un subgénero narrativo, la novela epistolar, que dio títulos tan eminentes como el Werther de Goethe o Les liaisons dangereuses de Laclos y que llegó hasta el siglo XX, con ejemplos como Carta de una desconocida, de Zweig, The Color Purple, de Alice Walker, o Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso, de Miguel Delibes.

Obviamente, las nuevas tecnologías “han cambiado esta situación, nos han situado en otro modo de vivir el espacio y el tiempo”, asevera Insausti.

“Yo, como todo el mundo”, declara, “desde hace años sólo recibo en carta las multas de tráfico y las notificaciones de los bancos. Únicamente, de vez en cuando, ocurre que algún escritor amigo, adicto de la pluma y el papel, me envía un libro y adjunta entre sus páginas una carta. Y la guardo como un tesoro”.