Situarse a escuchar -en cuerpo y alma- la novena sinfonía de Mahler, es como situarse ante las pinturas de Sert del museo San Telmo. Su agitación -que no deja de ser barroca- apabulla; abruma, también, la lucha contra los elementos, los peligros de la mar, el esfuerzo heroico; todo dentro de una extraña luz que, no por exaltada y grande, es más luminosa, al contrario, en muchos tramos, cuando asoma, se nos apaga de repente; todo, buscando un sosiego final, ante el que parece que, todo el mundo cae rendido. Si uno se ha imbuido en esta sinfonía, tendrá su versión preferida: más lentos algunos pasajes, más rápidos otros; dulcificando el sonido, haciéndolo más agreste, etc. A mí, en general -y en las intervenciones particulares, trompa, fagot, concertino, flauta, oboe, corno inglés?, también-, el color del sonido que han ofrecido Treviño y su orquesta me ha parecido, francamente, el más adecuado para llegar al fondo de la -dramática, trágica, o, en cualquier caso, definitiva- narración. En el primer movimiento se insiste en el sonido más bien áspero, de filo de navaja en las trompas, de soplido muy extremo en las maderas, con los agudos casi hirientes; y es que la cosa es así, no hay que edulcorar la marcha fúnebre. El segundo movimiento sigue con un maravilloso sonido, también agridulce, en los violines segundos. Son tramos que me sorprenden, cuya textura sólo se puede escuchar en la lujosa audición del directo. El tercer movimiento es de una exuberante agitación. Todo está en su máxima expresión, nadie descansa, es un perpetuum mobile en el que no se puede bajar la guardia; y sigue el colorido de clarinetes penetrantes; y todo acaba estallando -y lo hace con un fragor que parece exagerado, pero que es lo que pide-, en el fortísimo final.

Y el famosísimo adagio, ese plácido -o angustioso, según se mire- adagio final: sin duda una da las páginas más hermosas de la música y que nos resulta doblemente angustioso porque al final, su inconmensurable belleza se acaba; pero sobre todo, por la ansiedad que produce el escuchar cómo se va desmigando esa belleza, en una versión de Treviño retenida hasta el infinito. Y cuyo éxtasis, logró el maestro -y la orquesta-, brindando esos compases en pianísimo, -la cuerda aguda en algunos momentos, preciosa-, solo equiparables al silencio resultante y conclusivo, y que el público respetó escrupulosamente.

JOSé LUIS ANSORENA Murió nuestro querido Ansorena. Todos los aficionados a la música le debemos mucho. Todos hemos tirado, alguna vez, del extraordinario archivo que fundó. Me extrañó no verlo el pasado concierto, en el que estaba su querida coral Andra Mari. Fermín Iriarte -tan unido a su magisterio- lo solía traer en silla de ruedas. Así que nos temimos lo peor. En tu honor, querido maestro, este adagio de Mahler, esperanzador y preparatorio de la otra vida. Descansa en paz