Fue en el festival de escuelas de danza, celebrado en la ciudad búlgara de Varna, en 1964, donde todo el mundo de la danza descubrió la escuela cubana de ballet. Hasta entonces se hablaba de las escuelas soviéticas, de la inglesa, francesa, italiana y danesa; pero desde la irrupción de los cubanos, con los Alonso (Alicia, Fernando y Alberto) a la cabeza, su escuela de danza, ocupó un espacio en lo más alto. Con una potentísima base clásica, esta compañía aporta la mezcla étnica española y africana, con una tradición rítmica, de bailes populares y rico folklore, incorporada, casi genéticamente, a sus componentes. Los cubanos acentúan el ballet clásico como a su idioma, con preciosos y variados acentos. Todo esto todavía se aprecia, afortunadamente, hoy día, en plena era de la globalización; y, en la función que nos ocupa, lo hemos visto, sobre todo, en el cuerpo de baile; y, más clara y concretamente, en algún demisolista, como Narciso Medina, quien, aún asumiendo un papel secundario, desplegó una vitalidad y chispa en sus evoluciones, que hacían olvidar su sólida técnica. Esta Cenicienta de Pedro Consuegra/J. Strauss (hijo), no es la de Prokofiev, desde luego, pero tampoco es un espectáculo rebajado en exigencia y espectacularidad, en su planteamiento. Al contrario, es otro espectáculo, con una narración clara y concisa del cuento, y, sobre todo, con un epílogo -que ocupa todo el segundo acto, y que, a mi juicio, fue lo mejor-, como un divertimento, al estilo de los brillantes pasajes de exhibición de los grandes ballets clásicos.

La coreografía de Consuegra, estrenada en Marsella en 1988, presenta, en el primer acto, una novedosa vis cómica, muy bien lograda a través del personaje travestido (Ernesto Díaz) de la madrastra, con algunos recursos expresivos e histriónicos que gustan al espectador. Por otra parte, desde el comienzo, percibimos el alto nivel del dominio de puntas de todo el elenco; las dos hermanas, por ejemplo. En cuanto a los protagonistas -todo condicionado a un escenario acotado y en pendiente; y con una grabación cercana al sonido de gramola-, hay que señalar que estuvieron correctos, pero no majestuosos, para lo que es la categoría de la compañía. Tanto a solo, como en el gran pas de deux La Cenicienta de Ginett Moncho es de línea pulcrísima, elegante y con autoridad en sus plantes sobre una punta, pero dio la sensación de no completar algunas diagonales y pasos. Lo mismo que el solvente Príncipe de Raúl Abreu, de buen porte, giros dobles bien cerrados, pero algo chato en los saltos (quizás influyó el espacio y el suelo). En la misma línea luminosa que la Cenicienta, el hada de Ailadí Travieso, con sus damas. Ambas firmaron delicados dúos. Muy lucido todo el tramo de las danzas (mazurca, española, czarda), con un cuerpo de baile espléndido, del que saltaban solistas de gran nivel. La danza española con el detalle de las castañuelas (palillos). El vestuario, colorista en las danzas; más original el de las hermanastras, a tono con los telones. Larguísima ovación del público.