Erritu

Intérpretes: Kukai Dantza. Coral de Olite. Coreografía: Sharon Fridman. Música: Luis Miguel Cobo y David Azurza. Idea: Jon Maya. Bailarines: Alian Maya, Eneko Gil, Ibón Huarte, Izar Aizpún, Nerea Vesga y Urko Mitxelena. Voz solista: D.Azurza. Programación: Festivales de Olite. Público: lleno (10 euros).

En esta ocasión, la poderosa danza de los seis bailarines de la compañía Kukai, competía con los no menos poderosos paños de piedra de sillería del castillo de Olite. Ambas fortalezas -la de la coreografía de Fridman/Maya, y la de la terraza de los cuatro vientos- se han complementado estupendamente, ofreciendo un espectáculo muy hermoso. Ciertamente, seguimos teniendo un poco de aprensión ante los “marcos incomparables”, ya que, en ocasiones, se comen a lo que ocurre en ellos; pero no en esta función; ya que, precisamente, como el planteamiento y los primeros pasos de la obra Erritu es un tanto repetitiva, -justificadamente repetitiva- nos da tiempo a situar la danza de ese hombre -que resiste en soledad-, en la naturaleza de los vencejos que le sobrevuelan; y en el insólito escenario, cuya medievalidad, por cierto, va a encajar muy bien con el vestuario de faldas plomizas, que aparecen luego. Por otra parte, cuando existe una buena coreografía, y una excelente interpretación, todo resulta bien, se baile donde se baile. Y recalcamos su gran calidad, porque, vista, hace escasos cuatro meses, en el Gayarre, mantiene su vitalidad, su ternura, su impacto. Es verdad que pierde un poco la luminotecnia -muy acertada en el teatro, como de lámpara de aceite, que acrecentaba el sudor del esfuerzo-; pero gana en cercanía, en la respiración al unísono de público y bailarines, en la nueva luz que aporta el atardecer sobre el movimiento de las musculaturas -como de Velázquez pintando fraguas-.

La apertura de la función, con el “solo” del paso del folklore vasco, cambia, radicalmente, con la irrupción de los otros: un primer contacto a dúo, y luego, el cuerpo de baile, con una danza un tanto ritual, mística, a lo sufí, que, más tarde evoluciona hacia una apoteosis rítmica que resulta festiva y luminosa; al principio hierática en brazos, pero que luego adorna las manos en molinetes, para suavizarla un poco y hacerla vistosa. El paso a dos entre hombres, a cámara lenta, sigue admirando por su realización y dominio de los cuerpos: potentes, elevados desde la fortaleza de ambos, como metáfora de hasta dónde se puede llegar con la ayuda del otro; también con figuras plásticas de Piedad o de heroísmo; y arriesgando mucho, sobre todo, en este escenario, de suelo de piedra. En el tramo de todo el cuerpo de baile desarrollándose en comunidad, prevalece el tacto, el maravilloso entrelazado de manos y cabezas, que denotan una intimidad y ternura casi animal. Es un acierto la vocalización musical en directo, aquí, reforzada por componentes de la Coral de Olite, que se acoplan estupendamente al espectáculo, no sólo musicalmente, sino, también al final, en la rueda que amplía y va acogiendo a todo el mundo en un futuro en común. A modo de telón: el fundido en el negro de la noche, que, aquí, fue mágico y más misterioso, al sumarse las campanadas de las torres adyacentes. El público, aun estando sentado en el suelo o de pie, ni pestañeó en toda la obra, y premió con un largo aplauso a todos los implicados.